Capítulo 23

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Las arenas del desierto adquirían un extraño brillo dorado al estar bajo la luz del sol abrasador. En aquella región de Hyrule apenas había vida; solo había visto varios matorrales secos y sandías gélidas.

Cuando por fin alcancé la cima de la torre sheikah, me permití detenerme para recuperar el aliento. Examiné las palmas de mis manos; las tenía magulladas y ensangrentadas. El ascenso había sido infernal. Aquella torre era mucho más alta que el resto, pero el esfuerzo había merecido la pena para obtener la última parte del mapa que me restaba.

Una vez hube reactivado la torre, decidí que lo mejor sería hacer algo con el lamentable estado en el que se encontraban mis manos.

—Tomad —escuché decir a alguien detrás de mí. Di un respingo y desenvainé la espada. Sin embargo, bajé el filo al ver quién había hablado—. Siento haberos sobresaltado. Incluso un trovador como yo puede ser silencioso cuando se lo propone.

—Ya veo —gruñí mientras volvía a enfundar la espada. Dejé escapar otro gruñido al darme cuenta de que la empuñadura también tenía restos de sangre.

—¿De verdad habéis escalado toda la torre con vuestras propias manos? —Nyel parecía sorprendido.

—Sí —mascullé.

—Tengo algo que podrá ayudaros con esas heridas. —El orni rebuscó en su bolsa de viaje hasta encontrar un frasco—. Esto servirá —añadió, tendiéndomelo.

Fruncí el ceño.

—¿Es agua?

—Agua de la Fuente del Valor, en Farone —respondió—. La conseguí en uno de mis viajes. Tiene poderes curativos. Os será de ayuda.

—¿Por qué debería confiar en ti?

Nyel se ofendió ante mis palabras.

—No puedo creer que penséis que yo tengo intención de hacer algo tan sucio como envenenaros. —Negó con la cabeza—. Por Hylia...

En realidad, Nyel no parecía ser peligroso. Hasta donde yo sabía, no llevaba consigo ningún arma.

—Si me envenenas —siseé al tiempo que aceptaba el frasco—, estarás llevando a la ruina a todo el reino.

Aunque mi voz era apenas audible, el orni me escuchó. Se me quedó mirando fijamente, con una expresión indescifrable. Optó for permanecer en silencio.

Cogí el frasco que me ofrecía y vertí el agua sobre las palmas de mis manos. Diosas, el líquido era gélido como el hielo. Examiné las heridas con gesto crítico; no eran muy graves, pero estaba seguro de que dejarían cicatrices.

Limpié la sangre de la empuñadura de mi espada y luego me senté cerca del borde de la torre. Nyel se unió a mí poco después.

Contemplé el desierto, que se extendía hasta donde alcanzaba la vista, bañado por la luz del atardecer. Divisé el Bazar Sekken, siempre repleto de viajeros y, más allá, la Ciudadela Gerudo, con sus altas e imponentes murallas. En el horizonte, cerca de la Ciudadela, se había formado una tormenta de arena. Supuse que aquello sería obra de Ganon y Vah Naboris.

Apenas podía creer que esa fuera la última Bestia Divina que me restaba, el último obstáculo que tenía que superar antes de enfrentarme al Cataclismo.

El último monstruo que me impedía llegar hasta Zelda.

—Nyel —empecé, sin apartar la mirada del desierto—, ¿qué... ? ¿Qué es un héroe?

Él se volvió para observarme, y deduje que le había sorprendido.

—Extraña pregunta —murmuró—. ¿Vos no lo sabéis?

El Héroe de HyruleDonde viven las historias. Descúbrelo ahora