Capítulo 34

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Sabía que me encontraría la Ciudadela en ruinas, pero nadie me había preparado para lo que vi al poner un pie en aquel lugar.

Había visto muchas ruinas; tantas que ni siquiera era capaz de contarlas ya. Era fácil adivinar qué propósito había tenido cada una en el pasado. Si había un edificio medio derrumbado, sabría que antaño fue una caballeriza gracias a las espadas oxidadas y desgastadas por el tiempo que yacían sin cuidado en el suelo. Si veía un grupo de ruinas, sabría que había sido una aldea debido a la estructura de lo que antes fueron casas y a los enormes espacios que existían entre ellas, quizá para cultivar o criar ganado. Y todo el mundo sabía que la Muralla de Hatelia era una muralla, aunque apenas pudiera mantenerse en pie.

Pero aquello no tenía forma alguna. Era solo un páramo seco y desolado, olvidado y cubierto de ceniza. No quedaba nada de la ciudad que yo había conocido. Que todavía vivía en mis recuerdos. Solo ruinas, madera quemada y escombros. Muchos escombros.

"Quemada hasta los cimientos."

Aquel lugar había sido la ciudad más grande de todo Hyrule una vez. Había sido el corazón del reino. Siempre bullía de actividad. Siempre. Nunca lo había visto vacío, al menos que yo pudiera recordar. Y toda la gente que había vivido allí...

Di un paso, y algo crujió bajo mis botas. Ni siquiera quise mirar para averiguar lo que era.

No se había podido evacuar a todo el mundo. Los que sí habían podido salir se habrían visto rodeados más adelante, porque los guardianes habían demostrado ser cien veces más rápidos. Y los que habían tenido la mala fortuna de quedarse dentro... ellos habían ardido junto a sus casas.

Escuché otro crujido bajo las botas, y me sacudió un escalofrío.

La Espada Maestra resonó de nuevo a mi espalda. Varias veces. Como si quisiera avisarme de algo.

Oí el sonido rítmico que hacían los guardianes al moverse. Llevaba oyéndolo durante un buen rato, aunque siempre de forma lejana. Pero ahora estaba cerca, muy cerca. Demasiado, quizá.

Tenía las flechas ancestrales en el carcaj. No dudaría en utilizarlas si fuera necesario, pero debía tener cuidado. El número de flechas que poseía no era ilimitado. Incluso era improbable que tuviese suficientes como para acabar con todos los guardianes que patrullaban la Ciudadela —o lo que quedaba de ella—. Lo bueno era que contaba con la Espada Maestra. Recordaba que, hacía cien años, había sido efectiva contra los guardianes. Y no creía que fuese a desgastarse de nuevo. Al fin y al cabo, había pasado el último siglo sumida en un letargo.

Y, entonces, vi al guardián. Estaba en medio de un camino de ceniza. Sus largas patas se clavaban en la tierra como garras. Era igual que el guardián que me había perseguido por la Llanura de Hyrule hacía tanto tiempo; cuerpo metálico, redondo y cubierto por símbolos sheikah. Y luego estaba el ojo. Aquel horrible ojo que no tardó demasiado en fijarse en mí.

Avanzó en mi dirección a una velocidad sorprendente. Corrí entre un grupo de paredes de madera podrida y desgastada hasta lograr despistarlo. No me perdió de vista del todo; su ojo aún seguía buscando, y aquellos sonidos metálicos y escalofriantes tenían un ritmo casi frenético.

Agarré un trozo de ladrillo que debía haberse desprendido del tejado de alguna casa y lo lancé con todas mis fuerzas cuando el guardián no estaba mirando. El artefacto corrió hacia el lugar en el que había caído. Me apresuré a cargar el arco con las flechas ancestrales. Luego me dirigí a donde estaba el guardián con el mayor sigilo que fui capaz de reunir. Me detuve muy cerca de él. Di una pisada con más fuerza de la necesaria, y aquel crujido escalofriante resonó de nuevo bajo mis botas.

El Héroe de HyruleDonde viven las historias. Descúbrelo ahora