Capítulo 5

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Decidí pasar la noche en la Meseta de los Albores. Pensé que no sería muy prudente enfrentarme al vasto mundo que se extendía fuera de allí en medio de la oscuridad nocturna.

Ahora, yo era la única persona dentro de aquella aislada meseta. En realidad, siempre lo había sido; el viejo llevaba cien años muerto. Y su espíritu al fin había dejado de estar atado al mundo de los vivos.

"Puede que yo también sea solo un espíritu, como el rey Rhoam", me sorprendí pensando. Pero no lo era. Debería estar muerto, pero sabía muy bien que no lo estaba.

El rey me había dejado una espada nueva en su cabaña, además de un arco. Gracias a él, también contaba con comida suficiente para al menos una semana, una bolsa llena de rupias y un escudo. Sobre la mesa había encontrado una túnica hyliana que contaba con una cota de malla, unos pantalones y una capucha que me ayudaría a soportar el frío. Y no iba a olvidar las flexibles botas, perfectas para recorrer distancias largas.

Encendí una hoguera fuera de la cabaña. De lejos, escuché los gruñidos de los bokoblins que habían montado un campamento cerca de donde yo estaba. Si una porción de tierra tan diminuta como la Meseta de los Albores estaba llena de monstruos, no podía ni imaginar cuántos poblarían el resto de Hyrule.

Probé por primera vez la eficacia de la capa que me había concedido el anciano y me arrebujé más en el cálido tejido.

Aún trataba de asimiliar lo que el rey me había contado. Pero era tan, tan difícil...

Hacía cien años había sido... caballero. Uno de los caballeros que estaban al servicio del reino. Y también había cargado con el peso de ser el elegido por la espada de la leyenda, un arma que ni siquiera lograba recordar. Habían otros cuatro elegidos, que murieron el Día del Cataclismo.

Mi misión en el pasado había sido acabar con Ganon. Y había fallado. Le había fallado al rey Rhoam, a la princesa. Incluso a los cuatro elegidos, cuyos nombres se resistían a acudir a mi memoria. Le había fallado a los inocentes que, al fin y al cabo, fueron quienes sufrieron las verdaderas consecuencias de aquella catástrofe.

Y estaba seguro de que la princesa sentía un odio profundo hacia mí. Porque, ¿qué otra sensación podía experimentar al pensar en el caballero que había permitido que su padre muriera?

"El viejo dijo que casi muero protegiéndola a ella", susurró una vocecita en mi cabeza.

Aquello no importaba. Incontables vidas se habían perdido por mi culpa, y nada podría cambiar eso.

Me alegré cuando vi asomar entre las nubes las primeras luces del amanecer. Recogí mis cosas, me aseguré de tener la bolsa de rupias y las provisiones y salí de la cabaña por última vez, con la espada nueva colgada de la cintura.

Me acerqué al borde de la Meseta de los Albores. Diosas, con solo hacer aquello tenía que reprimir un escalofrío. Pero debía ser valiente.

No iba a fallar por segunda vez.

Descubrí que la Meseta de los Albores no estaba a tanta altura como me había parecido en un principio. Obviamente, una caída desde aquel lugar suponía una muerte asegurada, pero los Picos Gemelos, por ejemplo, eran mucho más altos. Logré divisar el camino que llevaba hasta las dos montañas y que, según el viejo, acababa en la aldea Kakariko.

Mientras sacaba la paravela, las dudas comenzaron a asaltarme. ¿Y si aquel trozo de tela con asas de madera no conseguía soportar mi peso?

Inspiré hondo, convenciéndome a mí mismo de que todo iría bien.

Luego salté.

Al no sentir el suelo bajo mis pies, me aferré con la mayor fuerza que me fue posible a las asas de la paravela. El aire gélido del amanecer me azotaba el rostro con furia. Y, poco a poco el miedo y el vértigo fueron dando paso a una sensación de... libertad. Ya no tenía límites para ir adonde quisiera en el momento que quisiera. Porque Hyrule no tenía barreras, ni murallas, ni era una meseta aislada de la civilización.

El Héroe de HyruleDonde viven las historias. Descúbrelo ahora