Capítulo 26

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Había perdido la noción del tiempo.

Quizá era de día. O quizá era de noche. No lo sabía. La única luz provenía de las antorchas que portaban los pocos miembros del clan Yiga que se acercaban a mi celda. Agitaban el fuego muy cerca de mi rostro, deslumbrándome y dándome un terrible dolor de cabeza.

Había intentado escapar. De veras que lo había intentado. Durante la primera noche que pasé en las mazmorras, traté de liberarme de las cadenas que ataban mis muñecas. Fue en vano. Más tarde, me arrastré hasta los barrotes de mi celda y los examiné con atención bajo la lejana luz de la antorcha de quienquiera que estuviese montando guardia en aquel momento.

Me di cuenta de que los barrotes estaban viejos y oxidados. Tiré de uno de ellos para intentar sacarlo. También fue en vano y, en esa ocasión, uno de los guardias vio lo que estaba haciendo, entró en mi celda y me aporreó con ganas hasta que apenas me quedaron fuerzas para gemir de dolor.

Un rato después —no sabía cuánto tiempo exactamente—, me dispuse a buscar una ranura, una abertura, un hueco en la sucia pared. No había nada.

Pasé los primeros días —o lo que creía que habían sido los primeros días— buscando una salida o una simple forma de escapar.

Seguía sin haber nada, pero estaba decidido a no rendirme. Y mi determinación no flaqueó.

Hasta que, un día, Shak entró en las mazmorras.

—¿Quién eres? —me preguntó.

Hubiera preferido que me asestara una patada, como solían hacer los guardias apostados junto a mi celda. Si me hubiera pegado un puñetazo, habría dolido menos.

¿Quién era?

No lo sabía.

Descubrí entonces que, en realidad, nunca lo había sabido.

De modo que guardé silencio, porque no poseía ninguna respuesta. Al final, Shak resopló y se fue.

No obstante, volvió al día siguiente. Y al siguiente. Y al siguiente a ese.

Me hacía la misma pregunta, y yo nunca contestaba. Al principio, él no insistía, pero pausado un tiempo, empecé a pagar mi silencio con golpes.

Supe que Shak había encontrado un punto débil. Si pertenecía a la tribu sheikah, estaba seguro de que le habrían enseñado a utilizar las armas.

Cuando tus oponentes llevaban armadura, no te quedaba otra opción que no fuera resistir y buscar un lugar que las protecciones no cubrieran. Buscabas y buscabas y, cuando al fin tenías la suerte de encontrarla, te abalanzabas sobre él y blandías la espada sin piedad hasta dañar la zona vital. El acero atravesaba la carne, y la sangre manaba, roja y espesa.

Shak no era idiota. Y, en el fondo, yo tampoco lo era.

Una vez Shak se marchaba, me quedaba solo de nuevo, rodeado de oscuridad. Permitía que mis pensamientos vagaran sin rumbo alguno, que se alejaran de la realidad para refugiarse en los recuerdos. Mi memoria había estado devolviéndome muchos recuerdos durante el periodo de tiempo que había pasado en aquellas mazmorras.

La gran mayoría me mostraba a Zelda. Me miraba y luego sonreía. Y, Diosas, su sonrisa era como el sol. En ocasiones, la veía cabalgar de nuevo junto a mí en las interminables y verdes llanuras de Hyrule. Si tenía suerte, recordaría como solía acurrucarse a mi lado en las noches que pasábamos fuera, en lo salvaje.

Aquella no fue una excepción.

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—Por favor —la oí susurrar con voz rota—. Por favor, decidme al menos qué me pasa. Qué estoy haciendo mal.

El Héroe de HyruleDonde viven las historias. Descúbrelo ahora