Capítulo 25

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Llevaba ya varios días dentro de la guarida del clan Yiga. Y, cuanto más tiempo pasaba allí, más asco sentía por aquellos asesinos sin honor. Hasta donde yo sabía, nadie había sospechado de mí. Porque, pese a todo el desagrado que me generaba, me esforzaba por comportarme igual que el resto de la escoria que se había asentado en aquel lugar.

Por la mañana, debía vigilar la celda en la que mantenían cautiva a Byrta. Al atardecer, montaba guardia junto a otros miembros del clan Yiga en ciertas habitaciones que ellos consideraban importantes. Y después de medianoche, tenía permiso para retirarme a mis habitaciones, que solo contaban con un duro jergón.

Fuera adonde fuera, veía plátanos. Los Yiga habían construido enormes estancias en las que solo conservaban plátanos. Durante los días que había pasado allí, había comido más plátanos que en toda mi vida junta.

A pesar de que intentaba relacionarme lo menos posible, estaba obligado a compartir guardia con más miembros del clan Yiga.

Hasta el momento, había estado con tres; Ward, Dim y Shak.

Ward era un cobarde. Se había criado en la aldea Onaona, entre Farone y las costas del mar de Necluda. Pero, mientras viajaba, se cruzó con varios Yiga que le convencieron de unirse a su estercolero.

Dim era un idiota. No sabía qué camino elegir, de modo que había tomado la sabia decisión de formar parte de una banda de traidores y asesinos.

Y Shak era quien mayor interés de suscitaba. Su pelo blanco le delataba como un sheikah, y no parecía ser menor que yo. No solía participar en las estúpidas conversaciones que mantenían Ward y Dim, aunque corría el rumor de que se trataba de un aliado cercano al Maestro Kogg, el líder del clan Yiga.

Debía ir con especial cuidado cuando estaba alrededor de Shak.

Aquella tarde, quizá por un golpe de mala o buena suerte, ellos eran mis compañeros de guardia. Y, como siempre, Ward y Dim iniciaron otra de sus charlas de imbéciles.

—Los plátanos se están acabando —murmuró Dim, consternado, rompiendo el silencio.

—Maldita sea —musitó Ward—. Seguro que es culpa de Deck. Hace mal su trabajo. Está en su naturaleza.

Dim le encaró, ofendido.

—¡Deck es mejor que tú en todo! Lo que te pasa es que le tienes envidia.

—¿Cómo te atreves? Justo ayer estabas llamándole imbécil.

—¡Mientes! Yo no...

—¿Vais a callaros de una vez? —intervino Shak—. No estáis aquí para hablar.

Dim y Ward guardaron silencio. Yo tuve que morderme la lengua con mucha fuerza para no estallar en carcajadas allí mismo.

Al cabo de un largo y aburrido rato, un Yiga irrumpió en la habitación. Venía en busca de Shak. Y, pese a saber que era peligroso y una enorme temeridad, la curiosidad pudo conmigo.

Miré de reojo a Dim y Ward, y vi que habían vuelto a enzarzarse en una discusión. Con todo el disimulo y sigilo que fui capaz de reunir, aproveché la ocasión para escabullirme por uno de los pasillos.

Seguí la temblorosa luz de la antorcha que el Yiga llevaba. Torcieron en una esquina y se adentraron en una habitación. Permanecí muy quieto, junto a la pared, cobijado por las sombras. Me esforcé por entender lo que decían.

—Mi madre... —Aquella era la voz de Shak.

—Tu madre estará bien. Vive en Kakariko, ¿no? Seguro que allí cuidan de ella.

—Aun así...

—Escúchame bien, Shak. Tú elegiste unirte a nosotros, mientras que tú madre decidió quedarse en Kakariko, bajo las órdenes de esa bruja de Impa.

Oí a Shak suspirar.

—¿Crees que lo que estamos haciendo está bien? —preguntó—. Me refiero a mantener a esa gerudo en las mazmorras.

—Ella se lo ha buscado —replicó el Yiga—. Teníamos que hacernos con ese casco del trueno. Y las gerudo se interpusieron en nuestro camino.

Durante unos instantes, hubo silencio. Hasta que Shak volvió a hablar, bajando todavía más su tono de voz.

—Por cierto, esta noche tengo guardia en la habitación donde está el casco del trueno.

—Las guaridas nocturnas son horribles.

—Está justo al lado del almacén de plátanos, así que al menos podré escabullirme y llevarme algunos.

Su compañero se rio con ganas. Yo me aseguré de recordar aquella valiosa información y me deslicé de nuevo por los pasillos.

A la mañana siguiente, tenía un plan.

Como cada día, me dirigí hacia la celda de Byrta. Siempre tenía una ronda de vigilancia en las mazmorras antes de mediodía, por lo que pude informar a la gerudo de lo que se me había ocurrido.

Mi misión era recuperar el casco del trueno y llevárselo de vuelta a la matriarca Riju, pero no me sentía capaz de irme de allí sin Byrta. Poseía las llaves de su celda, pero no podía dejarla escapar. Levantaría demasiadas sospechas y me encarcelarían antes de que tuviera oportunidad de siquiera rozar el casco del trueno.

—Cuando haya conseguido el casco del trueno, te sacaré de aquí y podrás volver a la Ciudadela —le prometí.

Byrta se mostró conforme, de modo que pasé el resto del día ultimando los detalles.

Una vez las primeras estrellas comenzaron a brillar en el cielo y el sol se hubo escondido en la lejanía, fui en dirección al almacén de plátanos. Los pasillos estaban en completo silencio, sumidos en la oscuridad más absoluta; la única luz que pude distinguir provenía de las antorchas de los miembros del clan Yiga que montaban guardia en las estancias cercanas.

Y, en efecto, junto al almacén había una pequeña habitación. Me pareció extraño que no hubiera nadie vigilando la entrada. Coloqué una mano sobre la empuñadura de la daga que colgaba de mi cintura. Había tenido que dejar mi espada en la Ciudadela; los Yiga no usaban espadas.

Empujé la puerta con cuidado, procurando no hacer ruido. Accedí al interior y, aferrando la daga con más fuerza, escruté la sala, atento a cualquier movimiento.

Y allí estaba: el casco del trueno, la antigua reliquia gerudo, que el clan Yiga había robado.

Antes de que pudiera dar un simple paso, escuché algo. Fue muy leve, pero suficiente para alertar mis sentidos.

Sin embargo, cuando me di la vuelta para descubrir el origen del sonido, ya era demasiado tarde.

Alguien me inmovilizó desde atrás, con tanta fuerza que apenas pude debatirme. Traté de alcanzar la empuñadura de la daga, pero el frío roce del acero contra mi cuello hizo que me detuviera en seco.

—Así que eres un traidor —siseó Shak cerca de mi oído—. Ya veo.

—No soy un traidor —mascullé. Ya no tenía sentido mentir.

—¿Quién te envía? —preguntó—. ¿Impa? ¿Las gerudo? ¿Los sheikah?

—La Familia Real de Hyrule.

Él soltó una risotada.

—Esos están muertos. Todos ellos.

Fruncí el ceño. Apreté los puños y me debatí en vano.

—La última que quedó fue la princesa Zelda, si no recuerdo mal —prosiguió Shak—. Pero seguramente murió en medio de algún bosque. Quizá, si buscas bien, encuentres restos que aún no se hayan comido los cuervos. —Tuve unas ganas inmensas de clavarle un puñal en las entrañas y retorcérselos con todas mis fuerzas. No obstante, lo único que pude hacer fue revolverme con más ahínco—. ¡Qué cosas digo! —exclamó—. Nunca volverás a ver la luz del sol.

———

Capítulo corto, extremadamente corto, lo sé, lo sé.

PERO.

Os adelanto desde ya que el próximo es un monstruo gigante y furioso. No digo más.

El Héroe de HyruleDonde viven las historias. Descúbrelo ahora