Capítulo 27

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Me ataron las manos y me llevaron frente al líder del clan Yiga.

No tenía miedo. Sabía que nada malo podría ocurrirme, porque había visto su luz, y eso significaba que ella me protegía.

Shak me escoltó por pasillos oscuros y malolientes durante un largo rato. Las mazmorras debían estar a gran profundidad. La antorcha que Shak portaba solo me permitía distinguir las paredes de piedra. De vez en cuando escuchaba el chillido de alguna rata, pero nuestros pasos eran lo único que rompía el silencio.

Shak tiró de mí de forma brusca para torcer hacia la derecha. Ascendimos por una larga escalinata. Llegamos a otro pasillo, más iluminado que el de las mazmorras.

Él no había vuelto a dirigirme la palabra desde aquel día, en mi celda. Después de que yo le dijese quién era, Shak salió de mi celda como si hubiera visto un centaleón. Se había marchado para no volver. A partir de ahí, los único miembros del clan Yiga que venían a visitarme eran los silenciosos guardias apostados junto a la celda, que a una hora determinada me lanzaban restos de comida rancios y otras porquerías por el estilo.

Había dejado que el tiempo pasara. Hasta que, de pronto, Shak apareció en las mazmorras para buscarme.

—El Maestro quiere verte —me había dicho en voz muy baja.

Después me sacó de allí.

Nadie se cruzó en nuestro camino. Shak me llevó a una sala que no me resultaba familiar, abrió una puerta de una patada y salimos al exterior.

La luz del sol me golpeó con fuerza en los ojos. Inhalé el aire puro de la naturaleza y me sentí en paz por primera vez en muchos días. Entonces, cuando me hube acostumbrado a los cegadores rayos de sol, vi la multitud que me rodeaba. Gran parte del clan Yiga se había congregado ahí fuera. Escuché murmullos, aunque no me molesté en intentar descifrar lo que decían.

También distinguí el famoso agujero del clan en medio del patio. No era tan impresionante como yo lo había imaginado. Pensé que sería oscuro como la boca de un lobo, pero no era más que un hoyo muy amplio. Parecía profundo, eso sí.

El líder del clan Yiga tampoco me impresionó lo más mínimo. Estaba junto a su adorado agujero. No podía ver su rostro porque lo tapaba con una máscara, al igual que el resto de su secta de asesinos, pero lo que sí sobresalía en el uniforme era su barriga prominente.

Reprimí las ganas de reírme al recordar la veneración con la que hablaban los miembros del clan cuando se referían a su Maestro Kogg.

—¿Qué te hace tanta gracia? —me preguntó Shak entre dientes.

—Nada.

Me observó con extrañeza, y tuve que contener otra carcajada. ¿Me tomaría por un loco? Oh, Diosas, si él supiera...

El Maestro Kogg alzó las manos de pronto, y los murmullos cesaron al instante. Se dio la vuelta para encararme. El ojo que adornaba su máscara —el símbolo sheikah invertido— se clavó en mi rostro, y casi pude percibir el escrutinio al que el líder del clan Yiga estaría sometiéndome bajo su estúpido disfraz.

—Bienvenido —me dijo. Tenía una voz aguda y chillona. Lo bueno era que resonaba entre las paredes del cañón—. Estaba deseando conocerte. No tienes pinta de héroe, si te soy sincero.

Podría haber soltado un comentario igual de hiriente, pero decidí mantener la boca cerrada.

—No te lo tomes a mal —rio—. Las apariencias son cosas insignificantes, aunque no lo parezca. Pero, dime, muchacho, ¿sabes quién soy?

Permanecí impasible, con el rostro esculpido en piedra, decidido a guardar silencio. Había cientos de miembros del clan Yiga rodeándome, y sabía muy bien que todos iban armados. Miré de reojo a Shak, y vi que de su cintura colgaba una espada larga. Eso era extraño; los Yiga no solían portar espadas. Lo más parecido que poseían era aquellas hojas de acero curvas y afiladas.

El Héroe de HyruleDonde viven las historias. Descúbrelo ahora