Caminaba todo lo rápido que mis pies cansados me dejaban.
Caía una lluvia pesada, la primera en semanas. Supuse que empezaba la primavera.
El frío y la humedad se metía más y más en mis huesos.
Según el mapa que llevaba en el bolsillo y las señales de la carretera debía estar en algún lugar en la frontera entre Francia y Alemania. Más cerca de mi destino.
Llevaba días en marcha, siguiendo señales pintadas a mano en paredes de casas abandonadas o en lunas de coches oxidados.
La noche se acercaba y el cielo encapotado no dejaba bien pasar la luz. Debía encontrar un lugar para refugiarme antes de que cayera la noche.
Esta zona no era segura. Había visto carteles de peligro durante dos días.
Y lo había comprobado en mis propias carnes.
Michael y Ellie, un matrimonio de unos sesenta años, y yo habíamos sufrido un ataque cuando el sol empezaba a despuntar.
Michael salió antes de tiempo. Sabía que era peligroso. Ellie, quien no tenía mucha elección, lo siguió.
Yo intenté detenerlos, pero aquel hombre no era bueno. Era un ser egoísta y seco, no le importó ni una pizca lo que yo tenía que decir.
Me dio pena la pobre Ellie. Era una buena mujer. Me contó una noche que no habían podido tener hijos, pero tenían sobrinos. Que seguramente hubieran ido al norte, a la Zona Segura, a donde nos dirigíamos nosotros.
No me lo había contado, pero había visto cosas. Su marido la maltrataba. La manipulaba y jugaba con ella a su antojo.
No me dio pena cuando una de esas bestias atacó a Michael. Me sentí aliviada por Ellie.
La intenté llamar y hacer que volviera, pero estaba en shock y no me dio tiempo llegar hasta ella.
Apareció otra y acabó rápidamente con su vida.
Me alegre de que no sufriera. Había llegado a encariñarme con ella y ahora echaba de menos su voz dulce dándome las buenas noches.
Solo habíamos viajado juntos unos días, pero me habían retrasado bastante. No podían seguirme el ritmo.
Ahora estaba de nuevo sola en busca de alguna casa en la que pasar la noche.
Al final de la carretera vi algo. Un coche parecía. Acelere el paso, mis pies haciendo que el agua salpicara en el asfalto.
Un coche significaba algún tipo de civilización. O los restos de ella.
Efectivamente, cuanto más me acercaba mejor veía. Había una gasolinera.
Una vez delante de la entrada cogí mi cuchillo.
Podía haber cualquier cosa dentro. No era normal que esas bestias entraran en edificios, pero nada era seguro.
Despacio abrí la puerta de cristal, que tenía tanto polvo que a penas podía ver a través.
Encendí mi linterna y calmada, sin hacer mucho ruido, recorrí los pasillos.
Las estanterías estaban casi vacías. Sólo quedaban restos que no habían sido lo suficiente buenos para nadie.
Parecía no haber nada.
Una puerta. "Prohibido el paso, solo personal". Estaba cerrada.
Di un pequeño golpe con mi nudillo y pegue la oreja a la madera.
No se escuchaba nada.
Decidí abrir la puerta. Tenía todos los sentidos alerta. Sentía la sangre bombardear en mis oídos.
Con la linterna en la mano y el cuchillo entre los dientes, abrí.
Vacío.
Había una mesa, un botiquín y una estantería metálica.
Nada más.
Alguien se habría llevado todo.
Mire a mi alrededor, asegurándome de que era seguro y entré.
Saqué el saco de dormir y lo extendí el suelo.
Después me quite la ropa empapada y me puse mi muda seca.
2 pantalones, 3 camisetas, un jersey viej, un abrigo demasiado grande y 3 mudas de ropa interior. Eso era todo lo que tenía.
Salí a la tienda. Tal vez hubiera algo que me pudiera servir.
Encontré un paquete de tiritas cerrado. Wow. Aquello era un tesoro.
Encontré también unas tijeras. Yo ya tenía unas. Las dejaría ahí por si alguien las necesitaba más.
Las estanterías de comida estaban vacías, y lo poco que quedaba en los congeladores apagados, estaba en mal estado.
Un gruñido, agudo y estridente, se escucho a lo lejos.
Las bestias habían despertado.
Me metí en la sala de personal y cerré la puerta, bloqueandola además con la mesa.
Había una ventana, pero era pequeña. Esos seres no cabían por ese espacio.
Me senté en una esquina con mi linterna encendida y el cuaderno en mi regazo. Tenía suerte de que no se hubiera empapado.
Un viejo amigo me enseño a recubrir el enterior de la mochila con bolsas de plástico cuando llueve.
Salte las dos primeras páginas. Aún no me había atrevido a milarlas.
Con un lápiz ya muy gastado, empecé a hacer trazos aleatorios.
Dibujar era lo único que me quedaba de mi antigua vida y lo único que me ayudaba a escapar de esta.
Con los gruñidos cada vez más cerca, pase horas dibujando hasta que se me cansaron los ojos y se cerraron.

Después del Fin. Donde viven las historias. Descúbrelo ahora