Capítulo 2: En latín

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Marco supuso que llevaba un par de horas caminando bajo el rayo del sol. No estaba muy seguro; mucho menos sin su reloj de pulsera o su móvil. De lo que sí estaba seguro, era de que el cansancio lo arrastraba llevándolo de los pelos y que mientras más analizaba todo, más confundido y preocupado se encontraba. Además del jinete de la capa roja que había querido arrollarlo, no había visto señales de nada. El sendero mismo parecía un camino hacia la nada. 

     Marco caviló acerca de aquello sin lograr entender como era posible que estuviera en una zona calurosa y apartada de todo, donde ni las torres de electricidad típicas del campo se dejan ver por allí.

     Llenó sus pulmones de aire e hizo bocina con las manos antes de gritar mirando al cielo:

     —¡Alguieeen!

     Pero nadie lo escuchó. De todas formas, no pudo evitar voltear, una vez más.

     El bosque había quedado atrás desde hacía un buen rato y ahora solo podía ver campo. Campo delante suyo y a los lados. Campo y más campo. Sentía los hombros y la cara tirantes; ardidos por el sol, lo que comprobó al rozarse la piel con la yema de los dedos. No quería ni imaginarse como tendría la espalda. De pronto, sintió ganas de mear y se detuvo en medio del camino mirando hacia todas partes para asegurarse de que nadie viniera. Se desabrochó el botón del jean y bajó el cierre. Volvió a asegurarse de estar solo, solo por si acaso, y descargó una meada.

     Satisfecho, volvió a acomodarse el pantalón y siguió caminando.

     Caminaba arrastrando los pies, obligándolos con el poder de su vista a dar un paso por delante del otro sin detenerse. Al poco tiempo, y luego de otear los alrededores por enésima vez, logró distinguir a lo lejos una pequeña vivienda. Parecía ser de madera y estaba rodeada por una arboleda que, en el frente, abría paso a un caminito estrecho que facilitaba su acceso. Marco sintió que la emoción brotaba de su pecho y se le aceleró la respiración. Encaró hacia aquel lugar apretando el paso y, cuando estuvo más cerca y ya no tuvo dudas de que se trataba de una casucha, simplona, pero casucha al fin, levantó los brazos al cielo y apretó los puños a modo de festejo. De su garganta estalló una incontenible risa histriónica.

     —¡A tomar por culo, hijo de puta! —soltó al aire, descargando las tensiones.

     Comenzó a trotar sonriendo como un tonto alegre, con la lengua afuera y dando brincos, gastando la poca energía que le quedaba en un último esfuerzo.

     A pesar suyo, fue dejando de sonreír a medida que se acercaba hasta la casa. Esta, que iba dando el aspecto de estar más abandonada que habitada, tomaba gradualmente la forma de una pocilga cada vez más lamentable. Cuando estuvo a menos de cincuenta metros identificó lo que vendría a ser una especie de corral de aves o un gallinero. No sabía bien el nombre técnico, pero sin dudas sería algo de eso. Lo suyo eran los libros, no el campo.

     Un acceso de sed lo arrebató de golpe y ya no pudo pensar en otra cosa que no fuera saciarla. Desesperado, corrió los últimos metros con una sensación extraña que crecía en su interior. Una sensación que le susurraba al oído que algo andaba mal.

     Llegó a pocos metros de la entrada y se puso en estado de alerta. La casa se parecía más a una de esas casas donde se tortura gente en el sótano que aparecen en las películas, que una casa de familia, lo que lo puso nervioso y le tensionó los músculos del cuello. Marco dudó y se detuvo, mandando con el pensamiento a la mismísima madre que la parió a su buena suerte. Si no hubiera estado desesperado, muerto de sed y con bastante hambre, hubiera seguido su camino sin pensárselo dos veces. Pero la cuestión, era que Marco no sabía qué tan lejos podría llegar a estar la siguiente vivienda, y viendo el estado de esta, tampoco podría saber en qué estado se encontraría aquella.

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