Capítulo 19: Quintus

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Los Alpes


Los días posteriores al sacrificio del toro fueron de mal en peor. Las frías temperaturas se hacían más y más marcadas con cada puesta del sol y las noches se tornaron insoportables a riesgo de muerte. Los soldados de Aníbal caían como moscas; agotados, poco acostumbrados y no muy bien preparados para enfrentarse a un clima tan hostil, muchos de ellos ni siquiera despertaban por las mañanas y otros tantos morían congelados cumpliendo con las guardas nocturnas; previendo la mínima posibilidad de ataque de las tribus alpinas.

     Por su parte, Tarquinius, Pilos y Quintos no eran la excepción. Aquella mañana, Quintus se había negado a levantarse y les había pedido que lo dejaran allí. Sus accesos de tos se habían vuelto recurrentes y revestidos de una mayor violencia, con lo que los guardias cartagineses se habían negado a darle su ración de comida considerándolo una causa perdida, y obligando a sus dos compañeros a darle parte de la suya, de por sí escasa, para mantenerlo con vida.

     Avanzaban. Pilos miró hacia atrás: la serpiente negra formada por miles de hombres, elefantes y mulas de carga, se movía a paso lento y cansino a través del sendero montañoso. Una imagen hipnotizante y aterradora por igual. Y, aunque parecía una empresa condenada al fracaso, los cartagineses y sus aliados se obligaban a seguir adelante con la esperanza de llegar a suelo italiano o morir en el intento.

     Pilos volvió a mirar a Quintus, y notando que este venía rezagado de ellos, se adelantó varios metros a paso apretado alcanzando a Tarquinius.

     —Tarq... —llamó en voz baja.

     Tarquinius lo miró con aquellos ojos enrojecidos y forzó una sonrisa. Al menos, él podía sonreír, pensó Pilos: sus labios agrietados apenas le permitían hablar.

     —Creí que estabas con él... —dijo jadeando. Le tocaba cargar sobre su espalda con los víveres que debía llevar Quintus.

     —¿Quieres pasarme algo de peso? —preguntó Pilos al ver la espalda encorvada de Tarquinius.

     Negó con la cabeza.

     —Creo que ya tienes suficiente con tu parte... —Volvió a concentrarse en el ritmo metódico de sus pies—. Puedo con esto, no te preocupes —mintió.

     —Quería hablarte de Quintus...

     —¿Cómo sigue? ¿Te ha dicho algo?

     —Nada. Casi no habla y sigue igual de pálido. —Suspiró resignado—. Esa maldita tos...

     —Parece más muerto que vivo —se lamentó Tarquinius—. Pero se pondrá bien, ya lo verás.

     —No, Tarq... de eso quería hablarte. Creo... que Quintus no sobrevivirá a las montañas.

     Tarquinius giró su cabeza hacia él. Había adoptado una expresión contrariada, como si el comentario de Pilos fuera una ofensa en sí mismo. Sin embargo, sabía que aquel temor bien podía ser cierto. Él también lo había pensado.

     —¡No digas eso! Saldremos de aquí, Pilos. Los tres. El sacrificio...

     —Tarq, no me vengas con eso ahora, ¿quieres? —Volvió a mirar hacia atrás, por si acaso. Quintos se había rezagado aún más. Si caía, sería su fin. Ningún cartaginés se molestaría en levantarlo, puesto que no lo hacían ni con los suyos, y ni él ni Tarquinius podrían cargarlo—. Lo que quiero decirte es otra cosa... —Guardó silencio, dudando de lo que iba a decir.

     —Sé lo que vas a decirme, Pilos, y si eso ocurre... bueno, si eso ocurre, haremos su voluntad.

     —Es lo más justo para él... el pobre ya no puede con su vida. Solo dejémoslo dormir.

     Pilos giró su cabeza y miró hacia atrás. Lo único que vio fueron mulas de carga, hombres agotados, y nieve. Ni rastros de Quintus.

     Detuvo sus pasos y volteó por completo aguzando la vista y llamando a Tarquinius.

     —¿Qué pasa?

     —No lo veo —respondió Pilos. Tarquinius se frenó y caminó unos metros hasta quedar junto a él—. Quintus no está.

     —¿Se pudo haber rezagado tanto? —preguntó Tarquinius, y por algún motivo que no podía explicar, se sentía un poco culpable de haberlo perdido de vista.

     —No lo sé... pero vamos a averiguarlo.

     Pilos volvió sobre sus pasos y Tarquinius miró a su alrededor. Por suerte para ellos, los pocos guardias que quedaban vivos para vigilarlos tardarían unos minutos en darse cuenta de que no estaban. Lo siguió.

     La mayoría de los hombres de Aníbal ni se molestaron en mirarlos. Con su aspecto actual y cubiertos con unas capas andrajosas y malolientes para protegerse del frío, ya ni siquiera parecían romanos.

     —¡Allí! —señaló Pilos. Indicaba un cuerpo caído de lado al costado de la serpiente de hombres—. Es Quintus.

     Soltó sus pertrechos y corrió hacia él. Tarquinius enderezó su espalda y dejó caer su carga doble al suelo. Luego se llevó sus manos a la espalda baja encorvándose hacia atrás y se quejó de dolor antes de correr detrás de Pilos. Para cuando Tarquinius llegó, Pilos levantaba a Quintus en brazos y se alejaba varios metros de la fila para acomodarlo junto a unas rocas del tamaño de un saco de arena.

     —Está vivo —le dijo Pilos.

     —Gracias a los dioses... —Tarquinius suspiró esas palabras mirando al cielo cubierto de nubes grises.

     —Tengo frío... —musitó Quintus con un hilo de voz. Se encogió sobre sí mismo y apoyó la cabeza en una roca—. Quiero dormir.

     Pilos y Tarquinius se miraron.

     —Resiste, amigo, falta poco —le dijo Tarquinius.

     —Poco... —repitió Quintus, y agarró la mano de Pilos.

     Pilos se estremeció: la mano de Quintus estaba helada, al igual que su rostro ceniciento. Tarquinius se agachó junto a él y le abrió la boca. Luego miró a Pilos y cerró sus ojos con fuerza conteniendo las lágrimas: la lengua de Quintus estaba morada, fiel reflejo de sus labios.

     Quintus levantó la cabeza y fijó la vista en la cumbre nevada de una montaña. Respiró lento, pausado, alargando cada respiro como si fuera el último hasta que estos cesaron por completo.

     Ya no hacía falta que les pidiera que lo dejaran dormir. Los guardias cartagineses notaron su ausencia y se acercaron hasta ellos gritándoles insultos en su propio idioma. Pilos apoyó una mano sobre el hombro de Tarquinius, que seguía en cuclillas mirando los ojos vacíos de Quintos, y le pidió que se levantara. Era tiempo de seguir avanzando.

     —Saldremos de aquí, amigo. Saldremos de aquí y haremos pagar a Bruto por esto —le dijo Tarquinius a Quintus antes de cerrarle los ojos con suavidad—. Voy a romperle el cuello con mis propias manos. Te lo prometo.

     El legionario grandulón se puso de pie y le dio unas palmaditas en el rostro cerca de la oreja a modo de despedida. Luego miró a Pilos y asintió en silencio.

     El cuerpo de Quintus quedó hecho un ovillo junto a las rocas, con gesto sereno y en paz. Pasando a formar parte del paisaje eterno de los Alpes. 


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