Capítulo 10: Ana

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Sevilla, España

Julio de 1698 d.G.M.


Se hacía de noche. Ana golpeó varias veces la parte superior de la caja de cigarrillos contra la palma de su mano. Luego la abrió, sacó uno, y observó el extremo por donde se encendía para comprobar que el tabaco se había amontonado contra el fondo de la colilla. Conforme con el resultado, se lo llevó a los labios y lo encendió. Hacía más de tres horas que no fumaba y el humo llenando sus pulmones con aquella primera aspirada la hizo sonreír. Lo retuvo unos segundos y lo expulsó con suavidad alternando nariz y boca.

     —Ana, ¿cómo estás? Te abro por aquí —anunció la voz de Diego por el portero eléctrico.

     —Diego, gracias —dijo ella al tiempo que abría la puerta de calle al sonar la chicharra.

     —Pero tira ese cigarrillo antes de entrar... por favor.

     Ana puso mala cara y miró hacia arriba. Además de la cámara del propio portero eléctrico, Diego había instalado otra cámara de seguridad que mantenía encerrada dentro de su propia jaula atornillada en el techo. Ana le dio otra pitada al cigarrillo, mucho más profunda que la primera, y lo tiró encendido en la vereda.

     Ana accedió a la casa por un caminito principal que atravesaba un amplio jardín bien cuidado. El pasto se mantenía al ras, el agua de la pileta se veía limpia y la parrilla y la mesa del quincho en perfecto orden. Diego le abrió la puerta y antes de saludarla le pidió que dejara las zapatillas apoyadas fuera, junto a las de Marco. Ana se rio resignada, pero Diego no se molestó.

     —Holaaa —saludó Diego sonriendo—. Le dio un abrazo parco que no duró más de un segundo y la invitó a pasar con un gesto de la mano—. Ve al living, que allí está mi amigo Marco, del que te he hablado.

     —Gracias, Diego. ¿Cómo has estado?

     —Bien, muy bien, ¿y tú?

     —Bien, también. Trabajando mu...

     —¡Estupendo! —la apuró él con una sonrisa—. Pasa, pasa.

     Ana dejó las formalidades atrás y se dirigió al living. Diego bajó la vista hasta los pies de ella y notó un agujero en el talón de la media de su pie derecho, lo que lo impulsó a hinchar las venas del cuello en gesto de rechazo. Sopló, cerró la puerta, y caminó detrás suyo.

     Marco los vio llegar y se levantó con una sonrisa en los labios acomodándose mejor la camisa blanca de mangas cortas. Se arregló el pelo en un acto reflejo y tendió su mano derecha apuntando hacia el estómago de Ana al tiempo que la saludaba.

     —¡Uh! ¡Cuánta formalidad! —dijo ella mirando la mano de Marco y llevando su cabeza hacia atrás—. Es broma... Gusto de conocerte, Marco. Soy Ana.

     —El gusto es mío. Ven... siéntate. ¿Quieres algo para tomar?

     Detrás de Ana, Diego se cruzó de brazos y miró a Marco negando con la cabeza. Carraspeó y se llevó las manos a los bolsillos parándose en medio de ambos.

     —¿Abro un vino?

     —Prefiero cerveza, gracias —dijo Ana.

     —Yo igual —agregó Marco, y se dirigió a Ana sonriendo—. Va mejor con la pizza.

     —¿Hay pizza?

     —¡La habrá! —exclamó Diego llevándose una mano al pecho y mirando hacia un horizonte imaginario—. Cuando nuestro héroe Marco se enfrente al monstruo de tres cabezas llamado "teléfono de línea" y marque al delivery. —Volvió a adoptar una postura normal y se encogió de hombros—. A mí me da pereza. Voy por las bebidas.

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