Capítulo 31: Escape y desbandada

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Sureste del lago Trasimeno


Todos ellos corrieron, sin excepción. Lo hicieron perdiendo su honor y dejando su valentía detrás, abandonada a su suerte en el campo de batalla; pisando a los compañeros caídos y empujando a los que corrían junto a ellos para ganarles la posición. En desbandada, como ocurría siempre que el pánico se apoderaba de los hombres y se expandía como la peor de las pestes entre las filas.

     La mayoría de ellos apenas y tuvieron una corta carrera y, por culpa de la niebla, fueron acorralados en la margen del lago Trasimeno, donde los obligaron a soltar las armas y a arrodillarse. Al parecer, Aníbal quería prisioneros. Trofeos. Cerca de cinco mil legionarios fueron tomados cautivos casi de inmediato. El resto, los que no murieron en el campo de batalla, fueron perseguidos como presas de caza.


Marco corrió desesperado, jadeando como un perro, con la lengua afuera y sin mirar atrás, agotado y con un resto de energía que no sabía ni que tenía; aquella energía extra que proporciona el pavor a perder la vida. La adrenalina. Los cartagineses iban tras ellos y él lo sabía mejor que nadie.

     Corrió sin parar durante casi una hora, alejándose lo más posible de cualquier ser vivo hasta que su corazón no resistió el esfuerzo y se vio obligado a detenerse. Apoyó una mano contra un árbol con la vista en el suelo y se agarró el pecho con la otra, como si quisiera retener su corazón dentro del mismo. Sentía la presión baja y estaba mareado. Vomitó bilis. Escupió, se limpió la boca con el antebrazo e intentó controlar su respiración. Estaba muerto de sed y le dolían todos los músculos.

     Escuchó ruidos detrás suyo provenientes de la dirección de la que escapaba. Ya no tenía armas, apenas una daga pequeña que con suerte y le servía para cortar una manzana por la mitad. Aguardó resignado con la daga en la mano mirando al frente. Ya no le quedaba ninguna fuerza para luchar.

     Un hombre apareció corriendo. Un romano.

     —¡Soy romano! —le gritó levantando las manos para mostrar que estaban libres—. Soy romano...

     —Ya me di cuenta... —Marco lo repasó con la mirada—. ¿No tienes tu arma?

     El hombre negó con la cabeza, y se dejó caer al suelo junto a Marco presa del agotamiento.

     —¿Cuánto crees que nos hayamos alejado? —preguntó—. ¿Tienes idea de hacia qué dirección estamos yendo?

     Marco apoyó la espalda contra al árbol y se deslizó hacia abajo hasta quedar sentado en el suelo. Miró alrededor y negó con la cabeza, luego reparó en la puesta del sol y meditó un momento. Tampoco es que le importaba demasiado hacia qué dirección hubiera escapado mientras lograra hacerlo.

     —Supongo que llevo corriendo más de una hora, con lo que calculo que no habremos recorrido más de diez kilómetros... considerando el cansancio previo de la batalla y todo eso...

     —Ya...

     —Y no tengo la menor idea de dónde estamos. De lo que sí estoy seguro, es que corrimos en dirección sur.

     —Hacia Roma... ¿estás seguro que en dirección sur?

     —Estoy bastante seguro.

     No lo estaba.

     —Gracias a los dioses... —El hombre se sentó, apenas recuperado de la carrera y miró a Marco a los ojos estirando la mano—. Me llamo Décimo.

     —Marco —respondió imitando el gesto—. Mucho gusto.

     La mano de Décimo era la mano más áspera que hubiera estrechado en su vida. Al parecer por la expresión de su rostro, Décimo sintió lo mismo al estrechar la mano de Marco, pero con una sensación diametralmente opuesta.

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