Capítulo 38: Advertencia

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Canae


Su caballo piafó echando humo por los ollares y Marco le pegó un nuevo fustazo en su costado derecho. Llevaba horas de galope tendido en las cuales apenas si se habían detenido, forzando al animal hasta el límite y consciente de que,  si bien le había pedido perdón cerca de diez veces por exigirle tamaño esfuerzo, tenía que hacerlo.

     Marco llegó a la retaguardia del ejército y quedó maravillado ante la impactante imagen de cien mil legionarios formados en orden de batalla a punto de enfrentarse a un ejército rival de cerca de cincuenta mil. Ni siquiera la mejor película de guerra podría reflejar algo tan impresionante como aquello. Se le puso la piel de gallina y sintió un escalofrío recorriéndole la espina.

     Sin detenerse ni aflojar el paso, giró hacia la derecha, al ala donde suponía que podría encontrar a Publio a lomos de su caballo, y volvió a girar a la izquierda al pasar junto al último de los legionarios. Calculó que habría más de tres mil jinetes allí mismo y otros tantos del otro lado, en el flanco izquierdo. Marco pasó junto a todos ellos aminorando la marcha y se dirigió hacia el frente de aquella formación.

     —¡Publio! —gritó. Media formación lo miró de soslayo y volvió la vista al frente un segundo después; el ejército de Aníbal resultaba mucho más interesante que él—. ¡Publio!

     Publio creyó escuchar su nombre y se dirigió a Lelio.

     —¿Escuchaste? Creo que gritaron mi nombre.

     —No escuché nada.

     Lelio solo tenía ojos y oídos para la batalla.

     —¡Publio!

     —¡Ey! Ahora sí lo escuché —dijo.

     —¿Lo ves? —remarcó Publio—. Alguien me busca.

     Espoleó a su caballo y rompió la formación en dirección a la voz. Lelio maldijo por lo bajo y lo siguió.

     Marco los vio y comenzó a agitar los brazos.

     —¡Aquí!

     —¡Allí! —señaló Lelio.

     A escasos metros de la última fila derecha de jinetes, Cayo Lelio, Marco y Publio Cornelio Escipión, acapararon la mirada de gran parte de los hombres montados. Atención que solo eran capaces de captar Lelio y Publio. Casi nadie sabía quién era Marco.

     —¡Publio, Lelio! —Marco estaba sudado, sucio y agotado—. Tienen que escucharme, por favor...

     —¿Pasó algo con Flavia? —preguntó Publio.

     —No, Flavia está bien... sigue igual, quiero decir. —Hizo gestos con la mano para cambiar el tema—. Tengo que hablar con ustedes ahora mismo, no hay tiempo, créanme.

     Publio se puso serio.

     —Marco, por si no lo has notado, estamos a punto de entrar en combate.

     Marco asintió repetidas veces.

     —Lo sé, lo sé... —Tragó saliva—. Publio, tienes que detener esto...

     —¿Qué cosa?

     —Esta batalla, tienes que detenerla, Publio, por favor. Tienes que hablar con el cónsul, con tu suegro, y decirle que ¡No-Deben-Luchar!

     —¿Te has vuelto loco, Marco? —preguntó Lelio.

     A Marco le temblaban las manos.

     —Tenemos cien mil hombres aquí, Marco, y Aníbal apenas la mitad. Esta batalla será nuestra. —Publio miró hacia los hombres que los observaban—. Deja ya este tema antes de que te metas en problemas, amigo, por favor.

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