Los Alpes, tres días después
Aníbal estaba de pie frente a lo que parecía ser el rival más letal e imponente al que se había enfrentado desde que dejaran Cartago. El rival que podría darles el golpe de gracia que necesitaban para destruir por completo sus aspiraciones de conquista: un enorme muro infranqueable de piedras gigantescas y hielo que les bloqueaban el único paso para dejar atrás las montañas.
Maharbal se acercó hasta él por detrás.
—Mi general... —dijo mirando el muro—. Sé que no es el mejor momento, pero...
—Habla, Maharbal. ¿Tienes los números?
—Los tengo... —Miró a Aníbal—. Los reportes indican que esta mañana poco más de trescientos hombres no han despertado, general. Y sumados a los caídos en el día de ayer y de los anteriores días, ya son más de doce mil hombres, diez elefantes, y alrededor de quinientos caballos menos.
Aníbal asintió apretando la mandíbula y cerrando los puños con fuerza. Las uñas se le enterraron en la piel de las palmas de las manos y le dejaron marcas rojizas.
—¿Dónde está Dagón? —preguntó.
El tono de furia contenida en la pregunta de Aníbal hizo sonreír por dentro a Maharbal. Por fin, su general empezaba a darse cuenta que las palabrerías del sacerdote no servían para nada. Después de todo, cualquier imbécil podía desnudarse y meter las manos en las tripas de un toro para fingir entender los designios marcados en sus intestinos.
—Ya le he enviado a llamar. Vendrá enseguida.
—Bien. Asegúrate de que así sea.
Cerca de allí, Pilos intentaba estudiar el muro de veinte metros que había formado el derrumbe de las montañas y que los estaba condenando a morir allí mismo, olvidados para siempre.
—No... —le respondió a Tarquinius—. No creo que eso sea posible. De ser así, los ingenieros de Aníbal ya lo hubieran puesto en marcha. El terreno no da como para armar una rampa... tampoco una especie de escalera.
—¿Y los elefantes? ¿Crees que podrían tirar de las piedras más grandes? —preguntó Tarquinius.
—Tampoco... la piedra que está en la base es tan grande como uno de esos elefantes. Jamás podrán moverla.
Tarquinius repasó con la vista a los hombres de Aníbal. La moral estaba por el piso como nunca antes, lo que no era para menos. Muchos de ellos se habían dejado caer al suelo extendiendo sus brazos y abriendo sus piernas panza arriba, reclamando a sus dioses por su mala fortuna. Otros permanecían de pie, al igual que ellos dos, esperando a que su general volviera a sacarlos de aquel apuro, como lo había hecho incontadas veces en el pasado.
—¿Crees que ha llegado el momento de intentar escapar? —preguntó en voz baja.
Pilos no respondió enseguida; seguía con la vista al viejo sacerdote que avanzaba entre los hombres con aires de superioridad y que se paraba junto a Aníbal, apartados del resto, para hablar a solas.
—Pago por ver la cara de imbécil que pone viendo como todo lo que ha dicho se va al demonio gracias a la montaña —se dijo a sí mismo. Luego miró a Tarquinius y le contestó—. Eso lo sabremos enseguida, mi buen amigo. Pero será mejor que nos vayamos preparando.
—Siempre lo estuve —alardeó Tarquinius. Y se tronó los dedos de la mano.
Maharbal los observó con el ceño fruncido. Aníbal asentía con gesto firme a todo lo que decía el viejo. Parecía más tranquilo que antes, lo cual, lo puso de pésimo humor.
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Sevillano
Historical FictionMarco, un joven sevillano apasionado por la historia y a punto de recibirse de profesor en la materia, despierta en la Roma de Publio Cornelio Escipión: uno de los personajes históricos que más admira y de los que más conoce. Situación que lo maravi...