Capítulo 18: El cónsul

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Norte de Italia. Campamento romano.

Octubre de 531 a.G.M.


Publio Cornelio Escipión padre escuchó los pasos de uno de sus lictores acercarse a él y apartó la mirada de los documentos que debía revisar. Los dejó sobre la mesa con gesto cansino y suspiró agradecido. A estas alturas, solo le importaba una cosa.

     —¡Señor! —El lictor detuvo sus pasos a tres metros de él y enderezó la espalda. Publio levantó la mirada y la dirigió hacia la entrada de su tienda de campaña con ansiedad—. Disculpe usted, señor.

     —Dime, ¿qué noticias me traes?

     —Su hijo ha llegado. Ya está aquí.

     Publio no se molestó en ocultar una sonrisa de satisfacción que comenzaba a dibujarse en su rostro. Ya sin su hermano Cneo, a quien había enviado a Hispania con buena parte del ejército para interrumpir el flujo de abastecimiento de Aníbal desde esa zona, la llegada de su primogénito levantaba el ánimo de su espíritu y lo ilusionaba con miras a lo que sería el inicio de su carrera militar y política dentro del mundo romano.

     —¿Aquí? ¿Dónde? —preguntó estirando el cuello y mirando una vez más hacia la entrada.

     —Espera afuera, señor.

     —¡Pues hazlo pasar! —La voz del cónsul sonó más fuerte de lo que hubiera querido.

     —¡Enseguida, señor!

     El lictor asintió con seriedad y salió disparado a buscarlo. Publio padre se puso de pie y se sacudió la túnica, estirándola luego con las manos sobre su cuerpo. Segundos después, su hijo Publio, de diecisiete años, ingresó a la tienda del alto mando romano seguido por un hombre mayor que él.

     —Padre... —saludó. El joven Publio se acercó para abrazar a su padre ofreciéndole una cálida sonrisa, pero este le detuvo con un inesperado gesto de frialdad interponiendo la palma de su mano entre ambos.

     —Aquí en el ejército soy el cónsul, no tu padre. Ten eso presente de ahora en más.

     Marco se quedó varios metros más atrás y observó la escena como si estuviera disfrutando de una obra en la sala de un teatro. La famosa rigurosidad de Publio padre quedaba de manifiesto ante sus ojos, lo que, sin darse cuenta, lo hizo asentir satisfecho. Detalle que no se le pasó por alto al cónsul de Roma.

     —Perdóname, padre —se disculpó Publio mirando al suelo.

     El cónsul sintió como una herida en carne propia aquel gesto de desilusión en su hijo y relajó un poco su expresión. Cuando se trataba de asuntos militares, podía darse cuenta que se sentía más afín imitando el comportamiento duro de su hermano Cneo que lo hubiera sido capaz de admitirle a nadie.

     —Saludos, hijo. Me da gusto verte —Publio hijo levantó la cabeza y sonrió—. ¿Cómo ha sido el viaje hasta aquí, algún inconveniente?

     Marco ya podría contarle sus inconvenientes: dolor de espalda, de nalgas, ingle paspada y testículos pelados. Todavía le temblaban las piernas y sentía adherido en las fosas nasales el olor de los pedos del caballo de Publio.

     —Ninguno, padre. Todo ha marchado bien.

     —Me alegra oírlo, Publio. Te he estado esperando con ansias —dijo aliviado. Y miró a Marco sin reparos—. ¿No vas a presentarme a este hombre?

     Marco sintió una sensación parecida a la del día en el que conoció a su amigo Publio. Una mezcla de nervios y ansiedad recorrieron su estómago y comenzaron a sudarle las manos. Disimuladamente, se las secó en su túnica polvorienta.

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