Diego despegó su pecho del suelo estirando los brazos como si estuviera haciendo una flexión. Le dolían los ojos y apenas si podía verse la manos cuando intentaba abrirlos. Apoyó el peso de su cuerpo sobre sus rodillas en la tierra y llevó su espalda hacia atrás cubriéndose el rostro del sol con ambas manos. La cabeza le dolía horrores y sentía latirle el cerebro dentro del cráneo. Sensaciones parecidas a las de Marco al despertar en Capua.
Al intentar levantarse, sus pies se le cruzaron uno por delante del otro y volvió a caer de rodillas. Sintió subirle la bilis por la garganta y, un segundo después de que atinara a llevar su torso hacia adelante, vomitó procurando alejar las piernas de cualquier posible salpicadura.
—Mierda... —dijo con voz ronca—. ¿Dónde estoy?
Escuchó pasos cerca suyo y se obligó a ponerse de pie, lo que logró a duras penas. El sol le seguía castigando la vista y le costaba ver con claridad. Los pasos se detuvieron junto a él; y por lo que pudo concluir, se trataba de una persona acompañada de lo que supuso que sería una mula o un caballo.
—¿Una mala noche? —le preguntó el hombre. Soltó una risotada—. Te medirás mejor parala próxima, no te preocupes, a todos nos pasa.
Volvió a reír.
Diego se quedó inmóvil. Aquel idioma difería mucho del que esperaba escuchar. Sin embargo, le sonaba ligeramente familiar. Tal vez fenicio. Maldijo con el pensamiento e intentó abrir los ojos de nuevo. Apenas y llegó a distinguir la figura borrosa de aquel hombre y del animal que llevaba con él. Al menos, pensó, no estaba huyendo de velociraptores en el período jurásico estando medio ciego y mareado.
—Me duelen los ojos —dijo en español.
El hombre puso mala cara.
—¿De dónde eres...?
Diego levantó una mano como para pedirle tiempo; tiempo para pensar. Fijó la vista en el suelo cubriéndose los ojos hasta que estos se acostumbraran a la luz y respondió en el mejor fenicio del que fue capaz de recordar.
—Soy de... Fenicia —aventuró.
Decir Fenicia era tan válido como decir Cartago o Macedonia. Según él, daba lo mismo.
—¿Y qué hace un fenicio borracho como tú por estos lugares?
Diego levantó apenas la vista y lo distinguió mejor. El hombre portaba una barba descuidada que le colgaba hasta el pecho y ostentaba una barriga digna de utilizarse como tambor en una fiesta en la playa. Miró a su alrededor y se detuvo en las casas cercanas que se veía a espaldas del hombre.
—¿Dónde estoy?
—En verdad no tienes idea, ¿no es así?
El hombre volvió a reír.
Diego negó con la cabeza. El tono en la pregunta de aquel hombre le generó desconfianza. Sabía muy bien que no debía fiarse de nadie, mucho menos en aquellas épocas.
—No te preocupes... —siguió el hombre—. Mi nombre es Madún, soy comerciante. —Estiró la mano y Diego se la estrechó—. Puedes venir conmigo. Vivo aquí cerca.
Señaló hacia el poblado, hacia su pecho, y de nuevo hacia el poblado.
Diego miró alrededor y consideró sus opciones. De momento, no tenia dónde ir ni con quién hablar. Ni siquiera sabía en dónde estaba ni en qué año. Volvió a mirar al hombre y pensó que si aquel sujeto simpaticón hubiera querido hacerle daño, no hubiera tenido mejor oportunidad que la que acababa de dejar pasar al encontrarse con alguien como él en el estado en el que estaba.
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Sevillano
Historical FictionMarco, un joven sevillano apasionado por la historia y a punto de recibirse de profesor en la materia, despierta en la Roma de Publio Cornelio Escipión: uno de los personajes históricos que más admira y de los que más conoce. Situación que lo maravi...