Capítulo 34: El gladius

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Aníbal meditó un momento repasando en su cabeza las palabras del galo. Lo que acababa de informarle el guerrero acerca de lo acontecido días atrás en la batalla de Trasimeno no lo sorprendía, por el contrario. Sus pensamientos se dirigieron, inexorables, hacia Dagón, el viejo sacerdote del ejército. El general cartaginés dejó la copa de vino sobre la mesa y se puso de pie. Galdix enderezó la espalda y sonrió por dentro. Por algún motivo que él desconocía, los romanos que había incorporado de prepo entre las filas galas resultaban más importantes para el general que lo que podía llegar a suponer. El problema era que desconocía el porqué. Lo que también desconocía Galdix era que ni el propio Aníbal estaba seguro de qué tan importantes podían llegar a ser Tarquinius y Pilos.

     Aníbal pidió su capa a uno de sus esclavos, luego se la echó sobre los hombros y se acomodó la capucha sobre su cabeza. Amagó a salir de su tienda de campaña y se detuvo de golpe, como si hubiera recordado algo. Giró su cuerpo hacia Galdix y se paró delante de él.

     —Me has servido bien. —Galdix hizo una reverencia—. Dime lo que quieres de mí por tu servicio.

     —A la traidora —respondió arrastrando las palabras—. Viva.

     Aníbal asintió con un gruñido y le dio la espalda para dirigirse hacia la salida, hacia la noche.

     —Haré lo que pueda —respondió.


Aníbal caminó a través de las tiendas de sus hombres como si fuera uno más. Oculta la mitad de su rostro y en plena noche, nadie reparó en él. La mayoría de las fogatas aún se mantenían encendidas. Pequeños grupos de infantes disfrutaban sentados cerca del calor de las mismas dando buena cuenta de la ración extra de comida y bebida que el general había ordenado repartir entre ellos.

     Pan y circo, le había dicho Dagón a su padre, Amílcar, hacía muchísimo tiempo... Pan y circo, es todo lo que necesitan. Ahora lo entendía mejor que nunca.

     —... si Aníbal quisiera, doblegaríamos Roma mañana mismo —comentó un hombre.

     —¡Ja! Solo dices estupideces —lo contradijo otro. Aníbal se detuvo a una distancia prudencial y paró la oreja—. ¡Si Aníbal quisiera, podríamos doblegarla esta misma noche!

     Se escucharon muestras de aprobación.

     —Tal vez me escabulla entre tus mantas y te doblegue a ti esta misma noche... —se insinuó el primero en tono de burla, y le guiñó un ojo.

     Los hombres rieron a carcajadas y soltaron todo tipo de improperios de alto contenido sexual. Aníbal siguió su camino dejando atrás a aquel grupo mientras los dos protagonistas de la charla comenzaban a luchar en el suelo para ver quién doblegaba a quién, alentados por el resto. Aníbal había olvidado las cosas que podían escucharse entre los hombres del ejército cuando no sabían que su general los estaba observando.

     Aníbal siguió su camino hacia la tienda de Dagón pasando desapercibido por diferentes fogatas donde logró escuchar todo tipo de comentarios acerca de él; por supuesto, todos favorables. Su ejército lo creía capaz de cualquier cosa, como si fuera una especie de semi dios, y todos coincidían en que Roma ardería en cuestión días.

     Al llegar hasta la entrada de la tienda de Dagón notó, gracias a la tenue luz de su interior, que el viejo estaba despierto y entró sin pedir permiso.

     Dagón estaba sentado en un banquito de madera y repasaba unos textos antiguos escritos en un idioma que desconocía. Al ver al general, los dejó a un lado poniéndolos boca abajo como para que no se viera su contenido y se digirió a él.

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