Capítulo 17: El sacrificio

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Los Alpes

Octubre de 531 a.G.M.


Llevaban catorce días de angustiantes marchas. Decenas de hombres morían con cada nuevo amanecer y la moral estaba por el piso. Si no hacían algo pronto, corrían el riesgo de que las tropas aliadas desertaran y pegaran la vuelta en plena noche hacia sus propios pueblos. Había llegado su momento de actuar y Dagón lo sabía.

     El anciano sacerdote levantó sus brazos en alto y cerca de cincuenta mil hombres contuvieron el aliento. Dagón llevaba puesta una túnica larga color negro con una capucha que le cubría la cabeza hasta la altura de los ojos. Su mano sostenía una daga curva de fina hoja y bien afilada regalo de Amílcar, el difunto general y padre de Aníbal. Se encontraban en medio de las montañas y justo en el centro del improvisado campamento donde acababan de soportar una de las peores noches desde que se adentraran en los Alpes.

     Tarquinius aprovechó que nadie se preocupaba demasiado en ellos, como venía ocurriendo en los últimos días, y buscó una posición elevada desde donde pudiera ver mejor. Después de todo, tanto ellos; los rehenes, como los cartagineses encargados de vigilarlos, sabían que tenían tantas chances de morir de frío y hambre perdiéndose en las montañas como permaneciendo junto al ejército cartaginés. Intentar escaparse no parecía la mejor de las ideas en aquel momento.

     —Es el sacerdote... —les relató Tarquinius—. Y eso que está allí... es el toro más robusto que he visto en mi vida.

     —Esto no me gusta... —dijo Quintus—. Odio a los sacerdotes, me dan miedo.

     Pilos desechó aquel comentario con un gesto de la mano.

     —¡Tonterías! —Escupió al suelo como para dejar en claro su postura respecto a esas creencias y sintió dolor en los labios. Se los tocó con la punta de la lengua y creyó sentirlos más agrietados que el día anterior—. Lo único que hacen es degollar animales, revolverles las tripas, y soltar todo tipo de idioteces bien estudiadas ante la crédula y atenta mirada de los débiles de cerebro.

     —¡No digas eso, Pilos, y baja la voz! —lo amonestó Tarquinius. Parecía más preocupado por el comentario de su amigo que por su delicada situación—. Si ese hombre puede saber lo que ocurrirá con el ejército de Aníbal gracias a la ayuda de sus dioses, ¿quién te asegura que no puede saber lo que dices de él? Hay que tener mucho cuidado...

     Pilos se cruzó de brazos y negó con la cabeza. A su lado, Quintus tuvo otro acceso de tos violenta y terminó de cuclillas tapándose la boca con una mano y apoyándose en el suelo con la otra. Pilos reparó en la mano de Quintus, cubierta de saliva y sangre, y cruzó una mirada con Tarquinius apretando los labios. Se acercó a él para ayudarlo a ponerse de pie.

     —Estoy bien —dijo levantando una mano. Alzó la cabeza y fijó la vista en el cielo cubierto de nubes. Aquellas malditas nubes grises no pretendían dejar jamás las montañas—. Si tan solo tuviéramos un poco de sol...

     —Con cada día que pase eso será más difícil, amigo... El clima solo empeorará. —Pilos se paró detrás de Quintus y lo tomó por las axilas para ponerlo de pie—. Creo que lo mejor será que esta noche duermas en medio de Tarq y yo. —Quintus lo miró achicando los ojos—. Pero no te entusiasmes. Si me tocas un pelo, gritaré.

     Pilos soltó una risotada y Quintus le siguió la broma hasta que la risa fue reemplazada por otro acceso de tos.

     —¡Allí! —anunció Tarquinius señalando hacia adelante—. Aníbal ha llegado.

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