Sevilla, España
Octubre de 2011 d.C.
La cocina de su departamento pareció achicarse a su alrededor y caerle con todo el rigor de su peso sobre su espalda. Un tanto confuso, Diego caminó unos pasos tambaleándose y cayó de rodillas al suelo rompiendo en llanto. Se miró la mano ensangrentada como si se tratara de la mano de alguien más y llevó la vista hacia el afilado cuchillo que descansaba en el suelo, inerte, y bañado en sangre junto al cuerpo sin vida de su mejor amigo, Marco.
—Perdóname, amigo... perdóname... —sollozó. Le temblaba el labio inferior y los músculos de la mandíbula se le deformaban inexorablemente.
Ana suspiró, se paró justo detrás de él y le apoyó una mano en el hombro en un flojo intento por consolarlo. Luego le dio unas palmaditas en la espalda y lo ayudó a ponerse de pie tomándolo por las axilas.
—Ya está hecho, Diego... ya está. Tenía que hacerse. Lo sabes bien.
Diego miró a Marco una vez más... lo había enviado al más allá mirándolo a los ojos en el preciso momento en el que le enterraba el afilado acero en el estómago, a la altura del ombligo, y luego de un interminable forcejeo que solo duró unos segundos. La traición se había visto reflejada en el dolor de aquellos ojos enrojecidos e incrédulos de lo que había sido su mejor amigo de toda la vida.
Diego asintió despacio y apartó la vista de él. «Los traicionará», pensó Diego. Ana los traicionará, decía la nota. Y aquella verdad sí que se había cumplido para Marco. Lo que no decía la nota era que él mismo sería parte de aquella traición.
—Había que hacerlo —aseguró Diego intentando recuperar su firmeza, aunque Ana no estaba tan convencida de aquello—. Él... nunca lo hubiera aceptado... no quedaba más remedio.
Ana tomó a Diego por los hombros y lo miró de frente. Diego se secó las lágrimas y apretó los labios recordando las últimas palabras de Marco en lo que fuera la pelea de su asesinato; cuando ambos sabían que ya no había esperanzas para ellos y que uno de los dos moriría allí mismo.
—Debes prepararte, Diego. Tenemos que seguir adelante. —Ahora fue Ana quien miró de soslayo el cuerpo sin vida de Marco—. Yo me encargaré de él, te lo prometo.
—Por favor, él...
—Te lo prometo, Diego, me ocuparé de Marco. Todo saldrá bien.
—Si tan solo... —comenzó a decir Diego con la mirada perdida y gesto de sentido dolor.
—¡Tú haz lo que acordamos, Diego! —La voz de Ana se ralentizó—. ¡Hazzz lo queeeacordaaamooosss!
Momentos antes
Ana volvió a increpar a Marco.
—¿Y tú dices que quieres salvar vidas? ¡Nosotros somos los que queremos salvar vidas! ¿¡Cómo puedes ser tan estúpido como para no verlo!? —Ana volteó hacia Diego—. Te lo dije... te dije que él sería un problema.
Marco se sorprendió.
—¿Qué? ¿De qué hablan? —preguntó mirándolos a ambos y abriendo los brazos de manera exagerada—. ¿A qué se refieren con que yo sería un problema?
—¡Te dije que había que dejarlo afuera de esto! ¡Te lo dije! —gritó Ana.
Diego tragó saliva. Tenía la boca seca. La situación se estaba yendo de las manos y él lo sabía. Ana lo sabía. Se lo había dicho incontables veces. Marco era un problema; un problema capaz de entorpecer el mayor acto de humanidad de toda la historia: un acto capaz de evitar matanzas, guerras, persecuciones, que salvaría millones de vidas. Marco era un problema; el problema era que se trataba de su mejor amigo.
—Por favor, Marco... piénsalo... las cruzadas, la inquisición, la caza de brujas... ¿Sabes cuántas vidas podemos salvar?
—¡Millones! —agregó Ana.
—Diego, por favor... escúchate... —suplicó Marco—. Ana ha transformado tus cuestionamientos hacia la iglesia en odio puro... este no eres tú. Tú no eres así.
—Eso no es así... —respondió Diego—. No hago esto por odio, Marco... lo hago por la oportunidad única que tenemos. Es una oportunidad única, amigo, ¿por qué no puedes verlo?
—No es ninguna oportunidad... lo que quieren hacer es una locura. Hay que dejar las cosas como están. Destruir el libro de Sosígenes con todo y nuestras anotaciones y seguir adelante con nuestras vidas.
Ana frunció el labio superior al escuchar aquello y se palpó la zona lumbar con disimulo: su bajo calibre seguía ahí.
—Eso jamás ocurrirá, Marco... —aseguró Diego dando un paso hacia adelante.
Su tono de voz fue frio, lúgubre. Marco había vuelto a decir aquella estupidez sobre la que ya habían discutido en otras ocasiones y a Diego se le había puesto la piel de gallina. Jamás dejaría que eso ocurriera y haría cualquier cosa por evitarlo.
—¿Cómo puedes confirmar en ella más que en mí? —preguntó Marco señalando a Ana—. ¡Hasta tú mismo te enviaste a una nota advirtiéndote de su traición!
—¡Ese Diego no era yo! Era un Diego diferente a mi que vivió otra vida, otra realidad, otro pasado... Esa, era una persona en extremo religiosa... Su vida, sus vidas, eran muy diferentes a las nuestras, Marco... ¡Ni siquiera estamos hablando de la misma Ana, ni siquiera eres tú quien ha escrito en el libro y tampoco eres tú quien ha viajado a la antigua Roma, es otra persona, Marco, otro Marco!
—Eres mi mejor amigo, Diego...
Diego miró a Marco con ojos llorosos y pareció vacilar.
—¡Ya basta! —gritó Ana sacando su arma. Para cuando Marco y Diego la miraron, ya estaba apuntando al pecho de Marco con su pistola—. Haremos esto, Marco. Diego viajará, quieras o no...
Marco notó el silenciador enroscado en la punta del arma y palideció. Miró a Diego y habló con voz grave y temblorosa.
—Sabes bien que nunca dejaré que viajes, Diego... lo sabes bien.
Diego contuvo un espasmo de llanto y asintió cerrando los ojos.
—Lo sé... —dijo como toda disculpa—. No quería hacerle caso, no quería, Marco, créeme... Pero ahora lo sé y lo entiendo mejor que nunca. No lo permitirás.
—Y tú nunca permitirás que yo los detenga... ¿no es así?
Diego negó con la cabeza y les dio la espalda para ocultar su rostro y no ver lo que ocurriera. En el mismo lapso de tiempo, Ana sacó el seguro de la pistola y Marco le arrojó un adorno de vidrio con forma de elefante que Diego había comprado en un viaje a India y que tenía al alcance de la mano. El elefante rozó la sien de Ana, su disparo salió desviado y pegó en el techo en un acto reflejo por esquivar el objeto. Marco corrió unos pocos pasos para meterse de un salto en la cocina antes de que Ana intentara un segundo disparo.
Ella maldijo en voz alta y se dirigió a Diego mientras encaraba sus pasos hacia la cocina.
—Te dije que esto sería inevitable... —le recordó.
Diego la detuvo apoyando su mano en el pecho. Ana le ofreció el arma y él negó con la cabeza sin decir palabra, luego abrió un cajón del modular, sacó un cuchillo de guerra parecido al de Rambo y fue a por él.
Desde la cocina, espantado, Marco le pedía a gritos que por favor no lo hiciera, recordándole que más allá de todo, seguían siendo amigos.
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Sevillano
Historical FictionMarco, un joven sevillano apasionado por la historia y a punto de recibirse de profesor en la materia, despierta en la Roma de Publio Cornelio Escipión: uno de los personajes históricos que más admira y de los que más conoce. Situación que lo maravi...