Capítulo 30: Al tercer día

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Lago Trasimeno, poco antes


Entre los galos reinaba el silencio, al igual que entre romanos, pero por motivos muy diferentes. Las fuerzas galas, unos catorce mil guerreros, se mantenían agazapados detrás de las colinas que rodeaban al lago Trasimeno utilizando la espesa niebla como su mejor aliado.

     Tarquinius asomó su cabeza para intentar ver algo de lo que pasaba en el valle.

     —¿Y bien? —le preguntó Pilos en voz baja.

     —No se ve nada... —se lamentó—. Están metiendo la cabeza en la boca del lobo.

     —Mierda... si estuviera con ellos estaría aterrorizado. Será una matanza... —susurró Pilos, y miró a sus costados—. Aníbal es un hijo de puta muy inteligente.

     —Lo es —Tarquinius vio la oportunidad y la aprovechó—. Su visión del campo de batalla es sorprendente...

     Esbozó una sonrisa maliciosa.

     —Una visión sesgada, diría yo...

     Pilos se sumó a la broma de Tarquinius y este se arrepintió en el momento de haberla hecho. Aníbal había perdido la visión en uno de sus ojos y se comentaba que que castigaba severamente a quien se atreviera a mirarlo fijo o hacer cualquier tipo de mención al respecto.

     —Calla... calla... —susurró—. Si nos escuchan, nos delatan, y si nos delatan, Aníbal nos desolla. La cuestión es que mientras Roma siga creyéndose superior a él, las cosas irán de mal en peor.

     Pilos se mordió el labio con preocupación.

     —¿Qué haremos para evitarlo, Tarq? —Pegó su boca a la oreja de Tarquinius—. No podemos hacerlo. No podemos matar a los nuestros.

     Tarquinius le dio la razón con un gesto casi imperceptible.

     —Esperaremos... esperaremos y veremos qué pasa. A menos que te creas capaz de derrotar a los miles de galos que nos rodean, no podemos hacer nada.


Myra sentía la mirada asesina de Galdix en la nuca. Estaban a punto de entrar en combate contra los romanos en un batalla que se espera fuera decisiva, sangrienta y sin cuartel. Suficiente como para que a uno se le cerrara el estómago. Y por si fuera poco, ella debía cargar con el adicional de tener que ocuparse de Pilos, obligada como estaba a recuperar su honor, o enfrentarse a Galdix; siempre que aquella oportunidad le fuera dada. Myra exhaló pegando la nariz contra el suelo. Su pensamientos saltaban del uno al otro. Al menos, el romano no intentaría matarla, según esperaba, aunque era imposible pensar en Pilos sin considerar a aquel gigante bien feo capaz de matar a un jabalí con las manos y que estaba siempre junto a él.

     Myra escuchó las trompetas romanas y supo que la primer parte del plan de Aníbal había comenzado. Solo era cuestión de minutos para que los jefes tribales dieran la orden y el poderío de la fuerza gala bajara por la colina a la carrera para encerrar a los romanos. El resto saldría solo.

     Con el ruido y el griterío proveniente del valle, los hombres comenzaron a impacientarse.

     —¡Preparados! —escuchó.

     —¡De pie! —gritó el jefe de la tribu.

     Myra se incorporó y empuñó con fuerza su escudo redondo y su hacha.

     —¡De pieee! ¡Preparen sus armas!

     Era la inconfundible voz de Galdix y, al parecer, estaba bastante lejos de su posición. Con un poco de suerte, ni siquiera se cruzarían en el campo de batalla.

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