Capítulo 35: El portal

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Sevilla, España

Octubre de 2011


Habían pasado algunas horas desde el asesinato de Marco en manos de su mejor amigo, Diego, quien había cubierto su cuerpo con una frazada y lo había dejado tirado en la cocina, tal y como había caído, malherido y aún con vida antes de desangrarse en pocos segundos hasta morir.

     Ana se mantenía ocupada en hablarle a Diego esporádicamente como para tenerlo enfocado en su propósito y evitar que se volviera loco pensando en lo que acaba de hacer. Al mismo tiempo, terminaba de preparar todo lo necesario con la mayor atención y concentración posibles.

     Enviar a Diego al pasado, a la época exacta y al lugar indicado, resultaba de vital importancia, según su visión, para la historia de la humanidad.

     —Ya casi está listo —anunció ella.

     Diego caminaba de un lado a otro del living de su departamento. No quería ni acercarse a la cocina. Se detuvo y miró a Ana a los ojos.

     —Estoy preparado... —respondió fingiendo seguridad—. Daré con él a como dé lugar.

     —Eso espero... —dijo en voz baja—. Y asegúrate de que no resucite, por favor...

     Diego sonrió por puro compromiso ante la broma de Ana. Estaban tan nervioso que le temblaban las manos y sentía que estaba a punto de vomitar.

     —Salvaremos vidas... millones... —se dijo a sí mismo—. Una nueva era... ni matanzas, ni muertes. Una nueva era... una nueva era.

     —El portal se está por abrir, prepárate. Solo tenemos once minutos y catorce segundos para ajustar el tiempo de ingreso.

     Diego asintió con la cabeza.

     Once minutos y catorce segundos parecían el tiempo suficiente como para traspasar un portal de luz caminando. Sin embargo, la cuestión era mucho más compleja. Una vez abierto, era necesario medir el tiempo y el espacio en el calendario cósmico mediante cálculos matemáticos.

     —Confío en tu inteligencia, Ana... —Repasó con la mirada el generador, la computadora personal de Ana, y el calendario cósmico que utilizaba la física teórica para calcular las ecuaciones y los algoritmos. El libro de Sosígenes reposaba cerrado sobre un modular; todo su contenido y conocimientos se habían volcado a su computadora y a la de Ana—. Podrás hacerlo.

     —Si llego a fallar y me equivoco en un solo segundo, terminarás escapando de los velociraptores en el período jurásico.

     —Eso sería un flash... —respondió, sin darse cuenta, emulando a Marco, y bajó la cabeza con tristeza.

     Comenzó a escucharse un zumbido y Ana se preparó.

     —Mierda... —soltó Ana—. Apaga las luces, Diego, y espera.

     Diego las apagó. El zumbido duró varios segundos hasta que en el medio de la sala apareció un punto de luz blanca flotando en el aire que volvió aquel sonido más agudo.

     —¡Ahora! —exclamó Ana, al tiempo que accionaba el cronómetro.

     El tiempo comenzó a correr en la parte superior de la pantalla del ordenador y Ana movió los dedos sobre su teclado con suma velocidad. El punto de luz comenzó a crecer poco a poco hasta que tomó las dimensiones suficientes como para que una persona pasara de pie a través de ella.

     Diego se acercó a la luz, hipnotizado por aquella maravilla de la ciencia.

     —No ilumina nada más que a sí mismo... —dijo Diego, estirando la mano hacia la luz. Sin contar el propio diámetro del portal de luz, el resto del departamento permanecía a oscuras—. Ni desprende calor alguno.

     —¡No la toques! —le dijo Ana sin quitar la vista de la pantalla—. Espera un poco más... tendrás que entrar en el minuto once, entre los doce y los trece segundos. Solo déjame...

     Ana siguió tecleando, miró el calendario y revisó el cronómetro.

     —No olvides el segundo que tardo en traspasarlo... —agregó Diego, con tal de sumar algún comentario intelectual.

     —No me ofendas.

     Diego levantó las manos a modo de disculpa. Luego agitó los hombros y largó al aire de los pulmones con un soplido.

     —Ana...

     —No esperes un abrazo de despedida —le adelantó con una sonrisa antes de ponerse seria de nuevo—. Cambiaremos la historia.

     —Sí que lo haremos, joder... lo haremos.

     —¡Minuto ocho! —avisó Ana.

     —Me cago...

     —¿Ahora? ¡Te aguantas!

     Diego prefirió no explicarle que solo se trataba de una expresión. Estaba muerto de miedo, sí, pero no para tanto. Pese a todo, no pudo evitar pensar en los diferentes y no poco probables escenarios donde Ana bien podría errar en sus cálculos y dejarlo haciendo la plancha en el medio del mar, o en la Antártida, donde moriría de frío antes de darse cuenta siquiera de que tenía frío. Se imaginó a sí mismo llegando a una era temprana de la tierra, donde todo era lava y fuego y las altas temperaturas le freirían el cerebro ni bien aparecerse.

     —¡Minuto nueve!

     —Ana.... ¿Cómo sabemos que apareceré parado en terreno firme y no a doscientos metros de altura? —Soltó una risa nerviosa—. ¿Te imaginas? Sería una putada histórica, ¿no crees? —Ana no respondió—. No habíamos pensado en eso, ¿eh?

     Diego comenzó a zapatear el piso con el pie derecho y a sonarse los dedos de la mano.

     —¡Minuto diez!

     —Tal vez tu idea de llevar un arma no sea tan mala después de todo... por si acaso... nunca se sabe. —Volvió a reírse solo—. Nadie va a detenerme por pegarle un tiro a alguien... ni siquiera existen las armas ni leyes que condenen su uso particular en aquella época.

     —¡Ya es tarde para eso, Diego, te vas con el cuchillo de Rambo y a tomar por culo! ¿Tienes lo demás?

     —Lo tengo...

     Diego sacudió la bolsa de papas que usaría como bolso para sentir su peso y asumió que llevaba todo lo que estaba en su lista y que había calculado que le haría falta en los primeros días o semanas de su viaje de no retorno. Además de la ropa semi harapienta que llevaba puesta para la ocasión.

     —¡Minuto once! —Ana levantó la vista hacia él—. Diego... buena suerte.

     Diego asintió.

     —Perdóname, Marco —dijo en voz baja—. Jamás...

     —¡Ahora! —gritó Ana.

     Diego saltó hacia el portal de luz con las manos hacia adelante, cerrando los ojos y apretando los dientes. Los oídos comenzaron a zumbarle y se sintió mareado, como si lo hubieran puesto de cabeza y subido a una montaña rusa sin usar las trabas de seguridad. Dejó de sentir el peso de su cuerpo y un hormigueo recorrió todo su cuerpo.

     Abrió los ojos y quedó deslumbrado ante la imagen de vértigo extremo que tenía a su alrededor. Le recordó a las películas de ciencia ficción donde los astronautas viajaban a través de un agujero de gusano a toda velocidad.

     Le faltó el aire y se dio cuenta de que ni siquiera había intentado respirar; venía conteniendo el aire por pura inercia o sentido común desde que había traspasado el portal: diez segundos antes. Allí no había aire que respirar. Le agarró un ataque de nervios y, cuando no pudo aguantar más el aire, lo soltó de golpe tratando de gritar. Ningún sonido salió de su boca. Volvió a cerrar los ojos y trató de darse aire agitando las manos delante de su cara.

     La presión en el pecho se tornó insoportable y perdió el conocimiento.


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