Capítulo 32: Quinto Fabio Máximo

17 11 0
                                    


Roma


Exasperado ante las palabras de Fabio, Publio Cornelio Escipión padre se agarró la cabeza con ambas manos y de reojo buscó apoyo en su amigo, Emilio Paulo. El senador ni siquiera reparó en el gesto de Publio, quien estaba sentado a su lado, y siguió inmerso en sus pensamientos. Emilio Paulo mantenía toda su atención en cada gesto y frase que pronunciara el viejo, como si fuera la única persona en todo el senado que hubiera asistido a la asamblea.

     Publio resopló con fuerza y enderezó la espalda.

     —No puedo creer lo que estoy escuchando —se quejó Emilio Paulo.

     —Odio a Fabio... —admitió Publio—. Su perorata me está sacando de quicio. Estoy harto de él y de sus seguidores. En especial de Catón.

     Fabio se dirigía a su auditorio con la confianza y seguridad de quien sabe que la partida está ganada incluso antes de jugarla.

     —... y no es otra cosa más que el miedo. ¡El miedo domina a Roma! ¿Y por qué...? —se preguntó Fabio, indignado. Dejó pasar unos segundos y repasó con la mirada a todos los presentes. Por supuesto, la pregunta de Fabio no era retórica; quería que ellos también se lo preguntaran. Que se lo cuestionaran. Que juzgaran. Fabio levantó el tono de voz—. ¡Por el constante y lamentable fracaso de nuestros cónsules! ¡Por su mal desempeño e incompetencia! ¡Por su falta de liderazgo!

     Buena parte del senado romano apoyó su discurso con gritos y gestos de todo tipo y tenor. La otra parte; la menor parte, se encaró contra los que lo apoyaron dando lugar a acaloradas discusiones. Por descontado, nadie se atrevió a reprocharle nada a Quinto Fabio Máximo: el enérgico senador dos veces cónsul y una vez dictador de Roma. Nadie se atrevía a cuestionar al viejo guerrero, amado por el pueblo y por la mayoría del senado.

     Nadie excepto él. Herido en su orgullo, Publio se puso de pie de un salto y lo señaló con el dedo. Tenía el rostro congestionado y las venas del cuello hinchadas.

     —¡No sabes lo que dices, Fabio! ¡No tienes ni idea! —le gritó, rompiendo con el griterío reinante y sumiendo al senado en el más absoluto silencio. Fabio levantó las cejas consternado ante tal agravio y buscó apoyo entre los suyos repasándolos con la mirada. Enseguida, una ráfaga de abucheos llovió sobre Escipión como si se tratase de una tempestad, pero el ex cónsul no se amilanó—. ¡Aníbal es más astuto de lo que crees! ¡Tú, vanagloriándote de tus victorias pasadas y desmereciendo a los caídos, hombres valientes que dieron su vida por Roma para que muchos de los aquí presentes sigan regocijándose de placeres y comodidades en sus estancias sin siquiera haber empuñado un arma contra el enemigo!

     Fabio festejó por dentro y su mirada se encontró con la de su discípulo: Marco Poncio Catón. Catón observó al viejo con detenimiento y se reprochó por haber dudado de él. Fabio seguía siendo un zorro astuto, tanto o más astuto que el propio Aníbal, y según su parecer, mucho más astuto que Escipión.

     Fabio tomó aire.

     —Publio Cornelio Escipión... padre —aclaró apropósito. Todos conocían la historia del hijo de igual nombre que lo había salvado de una muerte segura de manera heroica, sacándolo del mismísimo corazón de la batalla, mal herido y rodeado de enemigos—. Dices que me vanaglorio de mis victorias pasadas... —Puso cara de inocente, cruzó los brazos detrás de su espalda y caminó hacia él mirando al suelo. Cuando levantó la vista, su mirada se había vuelto audaz, como la de un lobo hambriento a punto de saltar sobre presa—. ¿Acaso tiene algo de malo sentir orgullo de ver crecer a Roma? Yo me pregunto... ¿Tiene algo de malo, según tú, Escipión, dar mi vida para salvar a la ciudad que tanto amo, derrotando a los ligures al frente de mi ejército?

SevillanoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora