Capítulo 36: El ejército de fuego

22 9 0
                                    


Campinia, una semana después


Tal y como había predicho Dagón, Quinto Fabio Máximo y su ejército consultar constituido por los hombres de Servilio Gérmino y los recién enlistados a las legiones luego de la derrota en Trasimeno, no hacía más que dedicarse a hacerle sombra al ejército de Aníbal y a lanzar hacia ellos ataques fugaces a su vanguardia y retaguardia. Una maniobra de evasión y hostigamiento constante que lograba desgastar la moral de los cartagineses.

     Aníbal recibía los informes con gesto adusto y se removía inquieto conteniendo las ganas de iniciar la ofensiva, lo que también ansiaban Maharbal y el resto de su estado mayor.

     Mientras tanto, el ejército cartaginés seguía su avance dejando atrás ciudades y campos arrasados, lo que impacientaba sobremanera al senado romano ante la táctica dilatoria de Fabio, a quien primero unos pocos, y luego muchos, comenzaban a tildar de cobarde. Situación que se fue agravando conforme pasaban los días, lo que lo hacía perder buena parte de su prestigio y lo volvía impopular entre la ciudadanía.

     Así, Aníbal ingresó a Campinia y Fabio finalmente vio su oportunidad. Aprovechando la margen del río Volturno y el paso de Tarracina, movió a sus tropas con presteza y le cerró todos los pasos. Aníbal quedaba atrapado.

     —¡Mi general! —lo saludó Hanno, uno de los hombres de mayor confianza de Maharbal, parándose delante de él.

     Aníbal estudiaba los alrededores y el cielo nocturno. A su lado estaban Dagón y el propio Maharbal, quien lo saludó con un gesto de la cabeza. Dagón lo ignoró.

     —Te escucho, Hanno.

     Hanno dudó. La mirada penetrante de Aníbal a través de su ojo libre lo puso incómodo. La venda gris que usaba el general en jefe de las fuerzas cartaginesas para taparse el ojo derecho le conferían un aspecto aún más intimidante del habitual.

     —Todo se ha dispuesto según lo ordenado por usted, general... cada detalle.

     —Estupendo... —se dijo Aníbal a sí mismo—. Una noche sin luna como esta es justo lo que necesitaba para que los romanos caigan en mi trampa...

     —Puedes retirarte, Hanno —le indicó Maharbal.

     Hanno repasó con la mirada a los tres, deteniéndose un segundo de más en Dagón, y desapareció de sus vistas.

     —¿Quién llevará la espada y la tablilla? —preguntó Dagón.

     —Lo hará el jefe de tribu de los íberos... —respondió Aníbal.

     —¿Y quien...?

     —Yo lo haré —se adelantó Maharbal—. Me aseguraré en persona de que todo salga según el plan de Aníbal... —Y al nombrar a su general, bajó la cabeza.

     Maharbal sospechaba que aquel plan no era de Aníbal, Dagón estaba seguro de ello. De lo que no estaba seguro, era de que Maharbal llevara a cabo el plan al pie de la letra con tal de socavar la confianza que Aníbal tenía en él y poner sus opiniones futuras en tela de juicio.

     —Gracias, Maharbal... estoy seguro que así lo harás. —respondió Dagón. Lo miró de arriba abajo y se deshizo de aquella idea retorcida. Maharbal era el único hombre dentro del ejército capaz de tener alguna opinión contraria a la de Aníbal, sin embargo, pondría su cabeza debajo de la pata de un elefante si el general así se lo ordenara—. Confiamos en ti.

     Maharbal le respondió con un gruñido y aguardó la orden de su general.

     —Empiecen —ordenó Aníbal—. Aguardaré a que se produzca la señal.

SevillanoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora