Capítulo 21: Diego

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Milán, Italia

Diciembre de 1698 d.G.M.


La puerta voló por los aires y ambos se agacharon cubriéndose la cabeza. La sangre que caía sobre su ojo izquierdo desde su ceja lo obligó a mantenerlo cerrado y, con el derecho, Diego vio entrar a Ana junto a tres hombres más; todos vestidos de negro.

     —¡Nos has traicionado! —le gritó sañalándola, con aquellas palabras cargadas de dolor.

     Ana no le respondió, absorta en el foco de luz resplandeciente que parecía flotar en el aire justo en el centro del vestíbulo de aquella pequeña iglesia cristiana.

     Diego tomó a Marco por los hombros, que aún vestía el jean y sus zapatillas habituales, y lo empujó hacia el portal de luz. Ni siquiera había llegado a cambiarse para la época.

     —¡Mátenlos! —gritó Ana, saliendo de su encantamiento.

     Justo en ese momento, Marco comenzó a desaparecer bajo un espectro de luz que lo cubrió poco a poco hasta que lo hizo desaparecer por completo.

     Diego aferró el libro de Sosígenes con un brazo y tomó el pequeño y complejo reloj temporal con la mano del otro y retrocedió unos pasos hacia la luz, que comenzaba a desvanecerse. Miró a Ana abriendo su ojo sano de par en par, con la súplica impresa en él, rogando por su vida. Pero en la profundidad de los ojos de Ana solo vio determinación.

     El primer disparo lo sintió entre el hombro y el pecho enterrándose en su piel, recorriendo sus músculos y saliendo por el otro lado. Diego gritó de dolor y se tambaleó, aunque logró mantener el libro con él y seguir en pie.

     Retrocedió un paso más. Sabía que aquellos hombres no llegarían hasta él por más que corrieran. Solo les quedaba una cosa por hacer: disparar.

     Dio otro paso hacia atrás y sintió la temperatura fría del resplandor que comenzaba a rodearlo al tiempo que veía gritar a Ana desesperada. Fue allí cuando recibió el segundo disparo.

     Pero ya era tarde para ella. Había cruzado.


Nicea,12 d.G.M.

Solo faltaba él. Diego se sentó en el borde de su cama y miró el libro de Sosígenes que había dejado sobre la mesa. Pensó en Marco y sintió una profunda nostalgia haciéndose una idea de lo mucho que se alegraría su amigo del momento histórico único que el cristianismo estaba a punto de vivir. Luego agarró su bastón y se puso de pie con cierta dificultad; nunca había recuperado del todo la movilidad en la pierna derecha luego del disparo recibido justo encima de la rodilla.

     Se acercó a la mesa y acarició la cubierta del libro con la yema de los dedos, esbozando una media sonrisa.

     —Ha llegado el día, mi buen amigo, donde quiera que estés. Por fin conoceré a Lactancio.

     Minutos después, Diego ingresó al recinto a paso lento, haciendo sonar el extremo de su bastón contra el suelo y disimulando un gesto de dolor que nacía en su rodilla y le llegaba hasta el cerebro.

     Los nueve hombres que aguardaban por él se pusieron de pie y le hicieron una reverencia con su cabeza. Excepto el octogenario escritor, que se limitó a mirarlo fijo desde su asiento aterciopelado ubicado en la otra punta de la mesa rectangular. Diego reparó en él: Lactancio lo seguía con aquella mirada triste que lo hizo estremecer y sintió deseos de abrazarlo, de agradecerle por lo que había hecho y por lo que haría.

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