Capítulo 37: Los Cien Mil

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Al sur de Canae

Primavera de 529 a.G.M.


Hasta el mejor y más audaz de los líderes puede ver temblar el suelo bajo sus pies cuando pierde el favor de sus seguidores, los cuales, en definitiva, son quienes otorgan el poder a quien lo ostenta basándose en pilares como la confianza, la admiración o el interés personal.

     Quinto Fabio Máximo había perdido por lo menos dos de aquellos pilares al haberse dejado engañar por Aníbal cayendo en una trampa tan humillante y deshonrosa. Tanto, que buena parte de los senadores romanos y hasta el propio pueblo lo tildaron de incompetente, cobarde, y de traidor, con Emilio Paulo y Publio Cornelio Escipión padre a la cabeza.

     La presión de Roma no se hizo esperar. Fabio se había visto acorralado y, en un intento de salvar su imagen, había dado un paso al costado a su nombramiento como dictador y hasta había vendido algunas de sus fincas para pagar el rescate de la mayor parte de los rehenes romanos de Trasimeno. Un intento desesperado por demostrar que él siempre antepondría a Roma sobre cualquier interés personal y por silenciar, aunque fuera en parte, las voces que lo tildaban de estar confabulado con Aníbal, el general cartaginés.

     Así, con Fabio lamiéndose las heridas en un rincón y con la cola entre las piernas, el senado romano había elegido a dos nuevos cónsules: Cayo Terrencio Varrón y Emilio Paulo; amigo de Publio y ex cónsul de Roma, quienes se decidieron a tomar el toro por las astas y a poner en marcha al mayor ejército que la ciudad había reunido jamás: ocho legiones completas con sus tropas auxiliares y cerca de siete mil jinetes. Un total de cien mil hombres dispuestos para la guerra.

     Roma se jugaba su carta más importante en una sola mano; esa que te daba la victoria absoluta o te sumía en la total y más penosa desgracia.


El inconfundible sonido de las trompetas irrumpió en el aire y el ejército romano volvió a ponerse en marcha.

     —¡Avancen! —gritaron decenas de centuriones.

     Pilos, Tarquinius y Décimo mantenían su ubicación en el centro de la centuria. Seguirían juntos sin importar lo que ocurriera en las horas siguientes. Tal y como se habían prometido hacerlo la noche anterior antes de iniciar la marcha. Motivados por el sentimiento de unidad reinante y su abrumador número de hombres, avanzaron orgullosos y decididos, con el odio hacia el enemigo a flor de piel y sedientos de venganza. Pilos y Tarquinius tenían cuentas pendientes con Aníbal y había llegado el momento de saldarlas.

     Toda Roma las tenía.

     —¿En qué andas cavilando? —preguntó Pilos.

     Tarquinius no le respondió de inmediato. Pensaba en tantas cosas que no sabía por cuál empezar .Pensó en Flavia, en Marco, en el bebé de ambos, y en Aníbal. Pensó en Edesia, la hermana de Pilos, y en el propio Pilos. Al recordar a Edesia, una sonrisa se dibujó en sus labios en medio de aquella incertidumbre reinante. Pilos frunció el entrecejo y negó con la cabeza.

     —Ni lo pienses —le advirtió, leyéndole la mente.

     Tarquinius se puso nervioso, se acomodó la pechera de cuero y tosió varias veces.

     —El polvo... —dijo señalando el entorno—. Levantamos mucho polvo.

     —Sí, tú, claro... —Como si los dioses respaldaran la coartada de Tarquinius, Pilos tuvo un acceso de tos—. Ni lo pienses, Tarq...

     —No sé de qué hablas...

     Pilos sabía perfectamente que Tarquinius sabía de qué hablaba. Los días que habían pasado en casa de su hermana, Tarquinius había actuado más extraño que de costumbre. Había mejorado sus modales de manera notoria y se había mostrado especialmente dispuesto a colaborar con todo. Eso, sin contar que se reía como un tonto con cada comentario apenas gracioso que hiciera Edesia y hasta se había mostrado interesado en sus recetas de cocina.

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