Prólogo

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Sevilla, España

Febrero de 2011 d.C.


Marco tomó el libro en su mano izquierda y leyó el título de la portada: "Frankenstein" de Mary Shelley. Sonrió.

     —Amo este libro —le dijo a la mujer—. Lo habré leído tres o cuatro veces...

     —Muy bien... —respondió ella.

     —¿Vio la película? La última...

     —La vi, sí. Por eso he venido a comprar el libro.

     —Es increíble cómo en esa época...

     —No me adelantes nada, por favor —lo interrumpió ella, mostrándole una sonrisa forzada—. Quisiera descubrirlo por mí misma.

     Marco hizo un gesto con la mano. Como si ahuyentara una mosca.

     —No, claro, tal cual... Tal cual.

     La campanita de la puerta de entrada sonó con un suave tintineo y Marco levantó la vista. Diego cerró la puerta con cuidado y miró a Marco con los ojos como búho. Llevaba en sus brazos una mochila negra que aferraba contra su pecho con el mismo cuidado que emplearía para proteger a un recién nacido de una tormenta de nieve. 

     La mandíbula de Marco perdió un poco de fuerza y sus labios se separaron medio centímetro.

     —Oye... —La mujer lo trajo de vuelta a la realidad—. Quisiera pagar e irme, si no es molestia.

     Marco la miró con la sorpresa de a quien se le aparece delante suyo una persona salida de la nada. Como si aquella mujer nunca hubiera estado ahí, del otro lado del mostrador.

     —¡Sí! Perdón, perdón... Son seis euros.

     La mujer sacó la billetera de su cartera y revolvió entre los billetes con el pulgar. Sacó uno de diez y se lo extendió a Marco. Luego se acomodó la bufanda alrededor del cuello.

     —Gracias... ¿Lo quiere para regalo?

     Diego se paró detrás de la mujer y le hizo a Marco un gesto con la cabeza. La mujer volteó hacia él con mala cara y este siguió su camino hasta el fondo de la vieja librería sin decir una palabra.

     La mujer negó con la cabeza.

     —Te he dicho que era para mí. —Su tono dejaba de ser amable.

     —Claro... —Se rio como un tonto—. La película, me había dicho, es verdad... —Tosió—. Aquí está el cambio. Solo déjeme buscar... 

     Marco se agachó y empezó a revolver entre los cuadernos y la docena de libros empezados y sin terminar que guardaba debajo del mostrador.

     —Está bien, no te preocupes, me lo llevo así.

     Tomó el libro y se lo guardó en la cartera, dándose la vuelta hacia la salida sin siquiera despedirse.

     —¡Gracias por la compra! —le gritó antes de que ella llegara a la puerta.

     La campanita volvió a sonar y la mujer abandonó el local. Al verla desaparecer, Marco se palpó los costados con creciente ansiedad. Desesperado, vació todo lo que llevaba en los bolsillos del jean y lo tiró sobre el mostrador: unas monedas, las llaves del auto, las de su casa, el móvil y su billetera.

     —¡Aaajjj! ¡Coño! ¿Dónde la metí?

     —¡Apresúrate, Marco! —le gritó Diego desde la habitación del fondo.

     —¡Voy!

     Marco volvió a mirar hacia la puerta, más precisamente hacia la cerradura, y la encontró. Allí estaba, puesta.

     Marco se golpeó la cabeza con la mano. A continuación, pasó por encima del mostrador arrastrando su cuerpo de costado y tirando al diablo todo lo que había sacado de sus bolsillos. Corrió hasta la puerta como un atolondrado y golpeó con su cuerpo el vidrio cuando intentaba frenarse. Dio un paso hacia atrás y lo miró temblar hinchando las venas del cuello y apretando los dientes. Cuando el vidrio recuperó estabilidad, resopló aliviado al ver que había zafado de mandarse tremenda cagada y volvió a pensar en Diego. Apoyó una de sus manos en el vidrio a modo de disculpa y giró la llave que aguardaba dentro del pomo con la otra. El vidrio estaba helado y le dio un escalofrío. Marco giró su cuerpo para correr hasta donde estaba Diego y volvió a girarse para dar vuelta el cartelito de "Abierto" y dejarlo a la vista de todos como "Cerrado".

     —¡Ya voy! —gritó.

     Marco llegó hasta la habitación del fondo con el corazón queriendo escapársele por la boca. Le sudaban las manos y su respiración se había acelerado. Diego lo esperaba impaciente y visiblemente acalorado: con las mejillas enrojecidas y la frente brillante. Parecía que lo hubiera estado esperando con la cara pegada a una estufa.

     —¿Lo conseguiste? —preguntó Marco con un hilo de voz.

     Diego asintió con la cabeza, incapaz de poder hablar. La emoción lo abordó de golpe e hizo que sonriera como un niño que recibe su juguete nuevo en navidad. Agarró la mochila con ambas manos y la levantó por encima de su cabeza.

     Marco se apoyó con una mano contra la pared y miró al suelo respirando por la boca.

     —No puedo creerlo... —dijo, y levantó la vista de súbito—. Quiero verlo.

     Diego se puso serio y adoptó un porte solemne mientras señalaba la puerta con la cabeza.

     —Ciérrala con llave y baja la luz. Hay que cuidar las hojas. 



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