Doctor Morgan Toothless 5

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Mata al hada de los dientes, mata al hada de los dientes. Arráncale las alas, hazla sufrir.

 

    Aquella cancioncilla, que se repetía en mi cabeza con una melodía desacompasada, como cantada por un coro improvisado que no lograse encontrar la armonía, formaba en mi mente una especie de oleadas oscuras y terribles; como una marea negra, de muerte y destrucción, que llegase a la costa con la fuerza destructiva de un tsunami. (perdona el pequeño delirio narrativo y la comparación un tanto ridícula, pero era como lo sentía en aquél momento, la cancioncilla subiendo y bajando en intensidad como una ola que se acerca y se va, arrastrando consigo todo vestigio de tranquilidad o felicidad, dejando a la vista el terrible arrecife de coral que es el miedo)

    Empezaba a ser consciente, para mi propia desgracia, de cuanto ocurría a mi alrededor. Lenta pero inexorablemente iba abandonando el sueño tan seguro y protector para ir cayendo en brazos de la realidad (si es que aquello fue real, aún no lo tengo del todo claro). Abrí los ojos, despacio, la luz me molestaba muchísimo, aunque no era luz solar; era una luz blanca, casi pura, que iluminaba los rincones más oscuros de la habitación en la que me encontraba, dejando a la vista el horror desnudo de lo que estaba presenciando.

    Kimble estaba sentado en una de esas viejas sillas de dentista, apretando con fuerza los bordes de los reposabrazos, aterrorizado. No vi ningún tipo de correa que le mantuviese encerrado, por lo que no comprendía por qué no se marchaba por voluntad propia, hasta que lo vi: no hacía falta atar al paciente de ninguna manera, porque ya tenía dos enormes cutters clavados en los antebrazos, atravesando piel, músculo y mueble. Supe, con horror, que los forcejeos nerviosos de Kimble habían provocado más cortes sobre su propio cuerpo, y supe, al mismo tiempo, que en cuanto comenzase el horror para aquél pobre diablo acabaría desangrándose a sí mismo, bien por propia voluntad para acabar con el dolor o por movimientos involuntarios al intentar apartarse del mismo.

    A pesar del aturdimiento y del coro de vocecillas, que sonaban ridículamente joviales y cantarinas, lograba escuchar cada gota de sangre resbalando por borde afilado del metal, precipitándose al vacío para acabar muriendo en un pequeño charco que crecía lentamente, y me pregunté si cada una de aquellas gotas se abriría en dos, tal y como había ocurrido con la carne, a medida que se deslizaba por el filo.

    Cerré los ojos tratando de contener el vómito. Aquél pensamiento, que parecía más propio de un psicópata que de mí mismo, había logrado revolverme las tripas.

    Lo primero que sentí fue la corriente de aire del exterior, y luego escuché el quejido metálico de la puerta al abrirse con pereza y dificultas. No llegué a ver cómo se llenaba de luz el interior, ya que me encontraba de espaldas a esta, pero sentí cómo mi cuerpo se sacudía completamente al notar que el miedo escalaba por mi espalda, hundiéndose en mi interior.

    –¿Qué está pasando aquí? – pregunté tratando de sonar firme y determinado.

    Los pasos se acercaron a mí sin que la boca de su dueño me hubiese dado una respuesta, aún, y aquello me aterrorizó más aún, si cabe, hundiéndome en el abismo de la desesperación. ¿Iba a pasarme lo mismo que a Kimble? Era probable. ¿Iba a resistirlo? Por supuesto que no. ¿Acabaría suicidándome, cortándome yo mismo desde casi el codo hasta las muñecas, seccionándome las venas? Lo dudaba.

    Cerré los ojos en cuanto noté los pasos a menos de medio metro de mí, intentando prepararme para lo que vendría a continuación. Una mano, fría y pálida como la de un muerto, me agarraría del pelo, obligándome a ponerme en pie, para hacerme caminar, contra mi voluntad (de eso sí puedes estar seguro), hasta otra de las sillas junto a la de Kimble.

DistopíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora