La electricidad tardó décimas de segundo en recorrer las venas de cobre de la instalación eléctrica para que las luces del techo se encendieran, pero el horror en mi interior voló con mucha más velocidad aún.
En el mismo instante en que King presionase el botón, yo ya sabía que me arrepentiría sobremanera de haber bajado hasta su nivel.
Había escuchado la respiración dificultosa de algunos pacientes y los equipos a los que estaban conectados, pero no había sido capaz de identificar otro sonido que, en el instante en el que los tubos fluorescentes del techo se encendieron, pude escuchar con total nitidez.
Pasos pesados y erráticos, el sonido de algunos andadores siendo arrastrados por el suelo y, más bajo aún que todo lo anterior, el quejumbroso sonido de la desesperación.
King me había dicho que se centraba en deformaciones físicas extremas, ya fuesen congénitas o provocadas, pero no fui capaz de imaginar hasta qué punto de gravedad alcanzaba la situación. Y mucho menos de asimilarlo.
Era una habitación amplia, albergaba una docena de camas que se situaban en grupos de seis a cada extremo de la misma, con varios metros de separación entre cama y cama. Me sorprendió mucho ver que no se había dispuesto ningún tipo de cortina que ofreciera intimidad a los pacientes o, al menos, les ahorrase ver el estado de los demás. Quise preguntarle a King de inmediato por la ausencia de las mismas, pero el olor que me llegaba me obligó a cerrar con fuerza la boca para resistir una arcada repentina.
Era un olor pesado y húmedo que combinaba la más pura esencia de la carne en descomposición con el pus, la sangre coagulada, algo de orina y escaras formadas en la piel de los pacientes que no se podían mover por sí mismos.
Miré por el rabillo del ojo a Jeffrey King para ver cómo reaccionaba él ante un olor semejante. En lugar de verse superado por aquél olor pastoso que se impregnaba en la ropa y pedir que se encendiese el aire acondicionado para expulsarlo de la habitación, sonreía.
Era una sonrisa febril de satisfacción y felicidad absolutas. Una sonrisa que brillaba con luz propia.
Quise hablar, había abierto la boca para respirar por esta sin percatarme del olor que flotaba en la sala, pero entonces centré la atención en algunos de los pacientes que caminaban a escasos metros de nosotros.
El primero era un hombre. Iba completamente desnudo, como todos los pacientes de ese nivel, y tenía la piel hinchada y enrojecida. Le colgaban grandes bultos en las pantorrillas, las rodillas, las caderas, los codos y la cara; en esta última había dos bultos que le deformaban de forma atroz: uno en la mejilla izquierda, que caía unos centímetros colgando por efecto de la presión, y otro en la zona derecha de la frente. Caminaba hacia nuestra dirección arrastrando un andador de metal retorcido, mientras nos dedicaba una sonrisa flácida de la que caía un hilillo de babas.
Detrás de él se acercaba, arrastrando por completo la pierna derecha, una mujer. Era alta y morena, de ojo verde. El otro, el izquierdo, estaba completamente vacío. Era ciega de un ojo. Nada más verla supe que, tiempo atrás, había sido una mujer tan hermosa que sin duda robaría todas las miradas indiscretas de los hombres, y de algunas mujeres también. Pero ya no. En ese momento tenía más del noventa por ciento del cuerpo cubierto de unas horribles cicatrices abiertas producidas por el fuego. Ella me dedicó una mirada completamente lúcida, y me pareció ver algo en aquél ojo brillante que se clavó en mí.
Yo intenté ignorar la presencia del primer paciente, que parecía caminar sin rumbo fijo hacia ninguna parte y que se dirigía hacia nosotros por el mero hecho de que antes no estuviéramos en el sitio, para acercarme a ella e intentar averiguar qué podía querer, cuando King rompió el silencio.
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Distopía
HorrorDistopía es una sociedad indeseable en sí misma, eso es exactamente lo que sucede en las instalaciones de este centro de investigación: una "sociedad" donde los médicos someten a los pacientes a pruebas invasivas y crueles sin importarles la integri...