Doctor Jeffrey King

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|Una pequeña nota antes de empezar. 

Una vez más no sé cómo dar las gracias a todas las personas que siguen dándome la oportunidad de ser leído, y aún más cuando dedican un tiempo de sus vidas a votar y comentar la historia. Es un pequeño paso para vosotras/os, pero un gran gesto para mí. 

Generalmente Distopía se va actualizando una vez en semana, siempre y cuando no sufra un ataque de vaguitis extrema o me meta con  otro proyecto inesperado, y suelen ser unas diez páginas de word escritas que si bien no dan para mucho, al menos supone algo de lectura. Pero esta vez no. 

Esta vez va a ser una historia muy, muy corta, y la explicación es bastante sencilla. Me gusta muchísimo dejar la historia en el punto álgido para cortar y actualizar a la semana siguiente. Sé que esto algún día me costará un disgusto, pero hoy, si cabe, no sólo sigo con esta mala costumbre, sino que la llevo a la máxima expresión. 

Lo de hoy va a ser muy, muy corto, pero me ha resultado completamente imposible resistirme a la tentación de hacerlo. Supongo que, después de Morgan Toothless, este va a ser mi segundo médico favorito en la historia, y quiero darle una bienvenida por todo lo alto. 

Por esto mismo, sabiendo que es una historia corta, prometo que habrá actualización de Distopía en menos de una semana, para compensar un poco por esta pequeña jugarreta que estáis leyendo en este momento. 

Como siempre, no me queda más que volver a agradecer todo lo que hacéis por mí, especialmente a esas personas asiduas a votar y comentar en la historia. Agradezco muchísimo este gesto, y será recompensado a la mayor brevedad posible. 

Sin más que decir, gracias|


Me lo quedé mirando con aspecto ausente, como si nunca en toda mi vida hubiese visto uno y estuviese intentando entender cómo funcionaba.

No era más que un simple y estúpido botón plateado en un cuadro de mandos del mismo color. No tenía nada de especial, y no era ni mejor ni peor que el resto de botones plateados que le rodeaban.

Sin embargo, me lo había quedado mirando completamente absorto. Como si aquél simple y demoníaco botón hubiese captado toda mi atención. Como si me hubiese absorbido el alma en el instante en que mis ojos se encontraron con él, y sólo quedase una cáscara vacía venerando su demoledora presencia.

No era más que un jodido botón plateado con una inscripción negra que rezaba –10 en su placa de metal.

Pero ahí estaba, observando embelesado aquél maldito botón.

Presionarlo no suponía ninguna diferencia crucial en mi vida, no era un punto de inflexión que marcarían un antes y un después en el devenir de los hechos (al menos, estaba convencido de ello en ese momento); tan sólo me llevaría al décimo nivel bajo tierra del edificio, que era donde el doctor King tenía su planta.

Tan sólo me llevarían ante el diablo y su infierno.

Así que, como no podía hacer otra cosa, acabé presionando el condenado botón.

Y el ascensor descendió suavemente, con una ligera y agradable melodía animada de saxofón que me transportaba a los años cincuenta.

–Straw, ¿no es así? Así es como se pronuncia, ¿verdad? Straw. –dijo una voz cuando ni bien se habían abierto las puertas del ascensor.

–S-sí –asentí después de un instante de duda, buscando ponerle cara al origen de la voz–. ¿Es usted el doctor King?

Era un hombre alto y muy bien parecido, con todos los músculos del cuerpo bien marcados y definidos, sin resultar excesivos. El pelo, corto y negro, lo tenía bien peinado. Los ojos, verdes, contrastaban mucho con el bronceado uniforme y suave de su piel. La sonrisa, de dentadura perfecta y blanca (agradecí verle la boca a la primera de cambio), daba un aire de seguridad y protección que resultaba cálida y agradable. Iba vestido con unos zapatos negros de calidad, a juego con el pantalón y la camisa de tela que se adivinaban bajo la bata. Tenía un bigote corto bien cuidado que le daba un aire de actor del pasado.

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