Doctor Morgan Toothless |2|

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Conociendo la falta de mobiliario que reinaba en todas las habitaciones del edificio (en una ocasión interrogué al conserje sobre este asunto, y éste me respondió que al doctor no le gustaba derrochar el dinero en cosas innecesarias ya que resultaban una merma injustificable para el presupuesto asignado) imagino que habrás supuesto que el barracón destinado a las habitaciones del personal no debía ser más que una habitación amplia con camas suficientes para acoger a cada uno de los miembros del equipo médico y, con suerte, una serie de taquillas para guardar las prendas, ¿no? Pues en ese caso debo decir que, al igual que yo, te has equivocado.

    La habitación era inmensa, desde luego, pero estaba llena de tabiques de madera que formaban habitaciones bastante amplias con puertas que separaban el lugar.

– El buen doctor aprecia mucho su intimidad, y respeta la de todos sus compañeros de trabajo. – me explicó Adam sin necesidad de que yo preguntase.

    Sorprendido, y admito que agradecido, asentí con la cabeza sin decir palabra mientras era conducido por el pasillo principal (a decir verdad el único pasillo) del barracón. A ambos lados se levantaban, silenciosas pero imponentes, las puertas de cada habitación, que parecían mirarme en silencio, esperando que metiese, otra vez, la pata.

– Las dos primeras son los baños – comentó el hombre al pasar frente a ellas. – Se supone que uno está destinado a hombres y otro a mujeres – dijo con cierta diversión que no comprendí en ese momento. – pero como aquí no hay mujeres trabajando uno de los baños es para el personal general y el otro es el baño privado del doctor. – se encogió de hombros señalando con la cabeza el baño de la derecha, en cuya puerta rezaba una placa metálica con la inscripción: Dr. Morgan Toothless.

    No le di mayor importancia al asunto, supuse que aquello se debía a una simple distinción de rango, y pasé por delante sin imaginar lo que se escondía allí dentro. Avanzamos cuatro o cinco puertas más y Adam abrió la puerta de la derecha dándole un pequeño golpe con el hombro.

– Se atasca un poco – me advirtió con absoluta indiferencia. – Cuando tenga un poco de tiempo libre la desmontaré para aceitar las bisagras, con suerte eso solucionará el problema, pero hasta entonces tendrás que ser un poco brusco con ella. – me sonrió divertido.

– Gracias. – respondí yo, escueto. La presencia de aquél hombre y su falta de interés por todo lo que me rodeaba me incomodaba un poco.

    Esperé en silencio en la entrada de la habitación para observar el interior de la misma (aunque en realidad estaba esperando a que el conserje se marchase de allí para poder echar un último vistazo al pasillo de habitaciones) y pude ver que disponía de una cama individual de hierro fundido en el centro del dormitorio. A la izquierda se situaba un armario de madera (en realidad era conglomerado barato, pero no me importaba lo más mínimo) cuyas puertas habían sido sustituidas por dos trozos de tela que colgaban de un par de clavos oxidados. A la izquierda había un pequeño escritorio de madera (barata, por supuesto) bastante amplio junto a algunas estanterías (de la misma calidad) que se encontraban vacías. Junto a la cama había una vieja alfombra de moqueta gruesa que en algún momento fue de color blanca (ahora tenía un preocupante tono grisáceo con zonas más oscurecidas. Estaba seguro de que si le daba la vuelta podría ver un montón de moho y hongos campando a sus anchas) que no tenía intención de usar bajo ningún concepto.

– A veces llueve y hay goteras, según sople el viento. – me explicó con tono profesional el conserje.

    Eché la vista hacia el techo de la barraca para observar a qué se debía aquello y pude ver (con cierta sorpresa esperada) que el techo no era más que una serie de chapas de metal atornilladas que dejaban bordes al aire. Nada más ver aquello supe que las noches allí iban a ser extremadamente frías, sobre todo si llovía, y los días de verano se convertiría en un horno.

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