Profesor Ernest Francis Johnson

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Doctor Ernest Francis Johnson.

¿Qué ven los demás?

 

    El hombre del que estoy a punto de hablarte ha sido el creador de algunas de mis pesadillas más horrendas desde que trabajé con él. Francis Johnson es un reputado oftalmólogo con una única meta profesional en la vida: descubrir qué es exactamente lo que registra el ojo humano, antes de llegar al cerebro. Para resumirlo de forma breve: quiere saber qué percibe el ojo sin que el cerebro lo transforme en información entendible para nosotros.

    ¿Imposible? Desde luego, todo el mundo comprende lo ridículo del asunto: no podemos comprender algo que veamos si nuestro cerebro no lo procesa previamente, pero el jefe de oftalmología de la isla cree que esto no son más que auténticas estupideces sin sentido.

– Es precisamente por este proceso de alteración del cerebro por lo que no comprendemos la realidad que realmente nos rodea, Straw – me dijo en una ocasión, con aire serio.

– Pero, doctor, si el cerebro no procesa la información que recibimos, ¿cómo podemos comprenderla? – pregunté yo tratando de no enfadarle (pronto aprendería que no era la mejor idea del mundo hacerlo). – Quiero decir, es imposible que aislemos la información que registran nuestros ojos de nuestro cerebro, pues este es el mismo que la procesará más adelante para que podamos entender qué estamos viendo.

    Sonrió de medio lado y me dio un leve golpe en la espalda, negando con la cabeza.

– Eres como todos en esta isla, Straw. Piensas que pretendo analizar una información sin usar el cerebro, y no hay nada más lejos de mis intenciones – me dijo, dirigiéndose hacia una de las salidas de la sala de reunión del equipo de oftalmología. – Es una lástima, tenía ciertas esperanzas depositadas en ti, pero veo que no eres más que otro ignorante que se limita a ver lo evidente, sin pararte a analizar mis propias palabras.

– ¿Pero…? – intenté seguirle, pero una de las ayudantes del doctor me retuvo por el brazo, negando con la cabeza.

– Ahora está enfadado, y lo último que debes hacer es ir a importunarle más aún – me sonrió. – Mi nombre es Anna.

– Yo soy Anthony. – dije yo, tendiéndole la mano.

    Los días pasaban y no tenía noticias de Johnson, lo cual comenzaba a preocuparme: se suponía que yo estaba bajo sus órdenes, pero él no aparecía por ninguna parte y yo tenía miedo de meter la pata con algún estudio (como ya he dicho, mi especialidad no es precisamente el estudio de los ojos), por lo que no quería arriesgarme a iniciar ningún “experimento” ni ninguna tarea sin la supervisión del jefe de investigación. Lamentablemente, apareció una tarde en la sala de ocio y se acercó a mí sin perder tiempo.

– Ah, está aquí, al fin le encuentro. – me dijo con tono apremiante.

– ¿Perdone? – pregunté yo, desconcertado.

– ¡Llevo horas buscándole! – exclamó, fuera de sí. – Pensaba que usted había sido enviado aquí como ayudante de investigación y no como un vago.

– Bueno, sí… – asentí yo, sin creer lo que estaba pasando: me estaba riñendo por haber esperado durante su ausencia. – Pero le recuerdo que ésta no es mi especialidad, doctor Johnson. Yo he venido aquí como ayudante de investigación mientras el doctor Crown comienza un nuevo proyecto en el que pueda participar. A decir verdad, no sé exactamente qué espera usted de mí.

– Usted es psiquiatra, doctor Straw – me dijo con una sonrisa satisfecha en los labios. Era el primero en usar el título para referirse a mí, y debo admitir que eso me gustó. – Y necesito de sus conocimientos para que registre cómo afectan al cerebro humano las investigaciones que tenemos entre manos aquí, y cómo podría eso afectar al subconsciente.

    Subconsciente. La palabra que todo psiquiatra quiere oír, el santo grial de los médicos de mi rama: nadie ha logrado jamás desvelar el funcionamiento del subconsciente humano o cómo afecta este al comportamiento de cada individuo, al menos no de forma demasiado efectiva. Escuchar que mis labores podrían hacernos entender algo mejor el funcionamiento de la psique humana fue más que suficiente para que me pusiera en marcha de un salto, olvidando todo lo que había visto y oído hasta la fecha en la isla.

– ¿Qué clase de investigación está llevando a cabo en este momento, doctor Johnson? – pregunté, de camino hacia los laboratorios.

– En este momento estamos llevando a cabo la primera fase de la prueba: recolectar la serie de imágenes que registran los ojos, antes de llevarlas al cerebro para que éste las procese. Como le dije en un primer momento, sin que usted me entendiese demasiado bien, lo que estamos buscando ahora es registrar las imágenes que reciben los globos oculares y proyectarlos en una pantalla con la esperanza de que, durante décimas de segundo, podamos percibir cómo vemos realmente el mundo.

– ¿Pretende decirme que lo que está intentando es retrasar la recepción de las imágenes hacia el cerebro, con tal de que intentemos ver qué percibe realmente el ojo? – pregunté yo, incapaz de creer que aquél maldito imbécil no fuese capaz de comprender que sería nuestro cerebro, y no el de los pacientes, el que acabara procesando la imagen y que, por este motivo, su experimento no tenía sentido ser llevado a cabo. Sin embargo me avergüenza reconocer que seguía embelesado con la idea de comprender el subconsciente, por lo que en ese momento no pude responder nada.

    Esa fue la primera vez que pude ver, por irónico que parezca, con mis propios ojos, uno de los experimentos crueles y sin sentido que se realizan prácticamente a diario en esta maldita isla llena de locos, y al doctor Johnson no parecía importarle demasiado mi expresión de absoluto terror.

    El “laboratorio” no era más que una habitación de quince metros de ancho y largo llena de camillas donde había cuatro pacientes tumbados. Junto a cada una de las camillas, sobre una mesa cuidadosamente colocados, cuatro ordenadores que procesaban la información.

    Los pacientes estaban atados por media docena de correas de cuero cada uno, y tenían varios electrodos colocados a lo largo del cuerpo: en el pecho, brazos, piernas, cabeza. Pero lo peor era lo que tenían en los ojos: aquello no era ningún tipo de electrodo que yo conociese. Con curiosidad me acerqué a uno de ellos para descubrir, con horror, que se trataba de algún tipo de aguja que tenían clavadas en las córneas.

– ¿Pero…qué diablos es todo esto? – pregunté, llevándome las manos a la cabeza, girándome para encararme con Johnson.

    Éste se limitó a mirarme y luego al paciente.

– Instrumental médico, por supuesto – respondió con sencillez. – Nos sirven para llevar a cabo el registro y grabación de la información que reciben los ojos, por supuesto.

– ¡Pero esto es una locura! – grité yo, señalando a los pacientes. – ¿Acaso no ve que están llevando a cabo un proceso invasivo y doloroso?

– Ellos están aquí de forma voluntaria, doctor Straw – me respondió con la misma tranquilidad.

– Ah, ¿sí? – pregunté yo negando con la cabeza. – ¿Y a qué se deben las correas, doctor?

– Impiden que los sujetos escapen, por supuesto – me respondió con un encogimiento de hombros. – Como ya le habrá informado el doctor Crown al llegar aquí, estos sujetos son criminales peligrosos para la sociedad, toda medida de seguridad es poca, ¿no le parece?

– ¿Y no le parece un poco arriesgado torturar a alguien que resulta ser peligroso, doctor? – pregunté yo, cruzándome de brazos.

– Oh, por favor, no sea ridículo. Los pacientes están sedados en todo momento. ¿Qué clase de monstruos cree que somos, doctor? – me preguntó, ofendido. – Para la investigación que llevamos a cabo es completamente irrelevante que el paciente tenga completa lucidez sobre lo que le rodea… ¿o quizá no? – susurró para sí, abstrayéndose.

    En ese momento no lo supe, pero por mi culpa el doctor Johnson no tardó en eliminar la anestesia a sus pacientes. 

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