Alfred Clint es un buen chico |2|

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«Yo le aplicaría una dosis mayor que a Clint, y lo haría por vía intravenosa. Es la única manera que tienes de conseguir que su voluntad sea tuya, sin desperdiciar más medicamento del que ya has tirado»

Aquellas malditas palabras revoloteaban una y otra vez en mi cabeza, las veinticinco horas del día. Sí, veinticinco. Ni me he equivocado ni lo he exagerado lo más mínimo; pasaba todo el tiempo pensando en las palabras que Jeffrey King me había dedicado, tanto de forma consciente como inconsciente, incluyendo, por supuesto, el período de sueño. Que King hubiese pronunciado aquellas palabras, no había hecho más que crear un cúmulo de preguntas que no dejaban de crecer cada vez más y más en mi cabeza, amenazando con expandirse tanto como para que mi cerebro no fuese capaz de retenerlas en su interior, y que acabase explotando.

¿Aquello significaba que Jeffrey King me daba carta blanca para actuar por un bien mayor, sin intervenir en mis intentos por lograr la tan ansiada evacuación?

Podía ser perfectamente lo que significase, como podía, tan perfectamente, no serlo.

¿Sería Jeffrey King realmente capaz de ver cómo, poco a poco, iban cayendo los hombres de Bernard Crown bajo mi influencia, sin hacer nada? ¿De verdad iba a permitir que aquella gente se volviese adicta a una droga, sin saberlo?

¿Qué alcance catastrófico podía alcanzar el Ciok, si caía en manos aviesas?

¿Acaso las mías no eran unas manos aviesas, por más que intentase justificarme a mí mismo?

Aquella ristra de preguntas y cuestiones morales me tenían siempre al borde del abismo. Me causaban un estado constante de mareo y náuseas, y eso que faltaba la más importante por formularme.

¿Qué sería de Bernard Crown, toda vez que su utilidad hubiese tocado a su fin?

Por suerte para mí, aquella sarta de preguntas quedaba relegada en un segundo plano cada vez que yo me hacía, de forma consciente, a mi mismo, la más urgente de todas.

¿Cómo iba a inyectarle vía intravenosa Ciok a un hombre de las características de Edward T. Johnson?

No es que el susodicho fuese un portento de la naturaleza; no era ni la cuarta parte de Bruto, pero era un hombre avispado, inteligente y, lo peor de todo, entrenado. La mera idea de asaltar a Edward por los pasillos de las instalaciones con una inyección en mano para intentar clavársela directamente en una vena, mientras éste se revolvía para deshacerse de mí, era, sencillamente, ridícula.

Quedaba patente que tendría que seguir utilizando a mi primer, y, por el momento, único peón, Alfred Clint, para conseguir someter a Johnson y suministrarle el medicamento, pero, aun con todo, el riesgo de que nos redujese a ambos seguía siendo alto. Lo suficientemente alto como para que desestimase la confrontación directa.

–Mientras duerme. –dijo Clint de forma casual, mientras desayunábamos en el comedor principal una mañana.

–¿Cómo dices? –pregunté yo saliendo de mi ensoñación, mirándolo sin entender.

–Tienes que meterle esa porquería por las venas a ese imbécil, ¿no? –preguntó Clint mirándome un tanto inquieto, los efectos del Ciok de su propio cuerpo comenzaban a eliminarse. Yo asentí–. ¿Qué mejor manera que hacerlo mientras está dormido? –se encogió de hombros con sencillez, como si quisiera decir sin palabras que era un plan sencillo y eficaz y que yo era un idiota por no habérseme ocurrido antes–. Te cuelas en su dormitorio una noche, un pinchacito en el cuello y tu club de yonkis descerebrados habrá conseguido un nuevo miembro. –me dedicó una sonrisa cargada de reproche–. Fácil, ¿no?

DistopíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora