Un merecido y efímero descanso. Fin.

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Puedes pensar que,  dado que la isla tenía bastantes kilómetros de extensión que nos obligaba a desplazarnos en vehículos, todo mi miedo estaba injustificado y era más autosugestionado que una amenaza real, al menos en esas primeras horas, y yo te diré que te puedes ir a la mierda. Siento ser tan brusco y tan directo, pero te aseguro que, si piensas eso, nunca te has sentido acorralado, perseguido por una manada de lobos hambrientos que sigue el rastro de una presa herida y débil como para intentar defenderse; no hablo de la clase de persecución social que puede sufrir alguien al que la gente busca inadaptar y amargarle la vida, ni del tipo de persecución que te obliga a correr como alma que lleva el diablo para intentar evitar que un grupo de imbéciles te dé una paliza que te deje muy mal parado. Hablo de una persecución de auténticos lobos, vestidos de hombres, que van a perseguirme hasta la extenuación, hasta que caiga desplomado en el suelo, sin fuerzas para seguir, hablo de una persecución que acabaría con aquella gente, si se les puede considerar como tal, caminando en círculos a mi alrededor mientras sonríen y ríen, sorteándome como si fuese un trozo de carne en el expositor de una carnicería, para ver quién me hacía qué daño en qué parte del cuerpo. Hablo de una persecución en la que no descartaría, ni por un miserable segundo, que el propio Toothless se abriese paso entre la muchedumbre ansiosa de sangre y miedo, de carne y dolor, seguido de su recién estrenado perrito faldero, Kimble, para acabar devorándome vivo entre los dos. Que dios me perdone, pero en ese momento de la noche sólo lamentaba no haber participado en los experimentos de forma más activa y sádica, tratando de causarles el mayor dolor posible, antes de acabar con su agonía de forma férrea y determinada; en ese momento sólo deseaba que todos en aquella isla estuviesen muertos. Todos, salvo yo.

    Cuando llegó la luz del día comprendí a la perfección el alivio silencioso que experimentan todos los pacientes terminales que han sobrevivido a la noche para poder disfrutar de un amanecer más en su vida. Había puesto de pie la cama y el colchón y los había apoyado contra una esquina, en la cual me había escondido, y ahora me dejaba caer, agotado, lentamente hacia el suelo, para sentarme y descansar. Miraba hacia el techo, que se iba iluminando poco a poco, con una sonrisa febril en los labios mientras buscaba fuerzas donde no las había para darle una patada a la cama y pasar por encima de esta en dirección a la salida, directo hacia la sala de ocio para levantar el teléfono y marcar el 080, que era el número para contactar directamente con Crown, de una vez por todas. Pero antes hice una parada técnica en la cocina para comer algo; la noche anterior la había pasado con el estómago completamente vacío y encogido, pero la llegada de los rayos del sol habían traído consigo un remanso de paz y tranquilidad que me permitiría relajarme durante algunas horas, lo que daba pie a que descubriese que estaba famélico.

    Luego de hartarme hasta las cejas de porquerías y galletas de chocolate, tal y como lo haría un condenado a muerte durante su última comida, salí por fin, con la camisa manchada de vómito seco y restos de natillas, al exterior. Miré a mi alrededor con gesto desafiante, y bastante estúpido, debo añadir, y me encaminé decidido hacia la dichosa sala de reuniones. Pasé junto a gente que se paraba a mirarme con auténtica sorpresa y asco sin prestarles atención y enfilé los quince metros que me separaban del teléfono con velocidad creciente, como un misil que se arma de camino a su objetivo.

    Arranqué, literalmente, el auricular de entre los dedos de una chica joven, y debo admitir que bastante guapa, que me miró escandalizada y asqueada.

    —¡Oye, tú! —gritó ella, intentando recuperarlo—. ¿Quién diablos te crees que eres para comportarte como el rey del universo?

    Al tiempo que cortaba la llamada y empezaba a marcar los números, sin mirar, desvié la mirada hacia ella para clavarle los ojos en los suyos.

    —Mírame bien —dije yo con un susurro—, y dime si no tengo pinta de tener asuntos importantes de los que hablar.

    —¿Estás borracho? —preguntó con un tono que era más de afirmación que de pregunta—. ¡A mí no me importa un bledo los asuntos que tengas que tratar! —me chilló, casi al oído—. Hay una cosa que se llama educación, ¿sabes lo que es eso? Y otra llamada respeto.

DistopíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora