Aquello me mató. No de forma literal, como es evidente para mi propia desgracia, sino de una forma más irracional y, a su manera, más profunda y potente. El paciente número 32, el asesino de quien debiera ser mi ángel de la guarda, no porque él lo hubiese dicho sino porque yo mismo lo sabía, se había marchado de la habitación, dejándome allí. Sólo, desolado, impotente e incapaz de hacer nada. Y, a fin de cuentas, ¿qué coño se supone que podría hacer yo? Allí estaba, tumbado junto al cuerpo desnudo de Alejandra, incapaz de hacer absolutamente nada, ni siquiera taparla para que la soledad de mi alma no tuviera que verla de aquella manera. Quería gritar, quería gritar lo más alto y fuerte. Quería expulsar todo el dolor de mi pecho, quería romper las paredes de la habitación. Quería hundir la puta isla en el fondo del mar para que el abismo oscuro se tragase la oscuridad de este lugar maldito.
Pero no podía.
No podía hacer absolutamente nada. Nada que no fuera mirar a la nada más absoluta, incapaz de mirar el cuerpo de Alex que, mudo y frío, inmóvil y vacío de todo lo que una vez fue ella, me pedía sin palabras que hiciese algo.
Que me moviese de una maldita vez.
Y lo hice.
Me abracé a ella, y dejé que pasara el resto de la noche, llorándola en silencio mientras le acariciaba el pelo con cuidado, pidiéndole perdón.
El sol empezaba a salir cuando yo salí de la habitación. Por fin me había decidido a ponerme en marcha, aunque no tenía ni la más remota idea de qué debía hacer. Sólo sabía que tenía que ponerme en marcha de una vez, y resultó que mis pasos se movieron por inercia.
Delante del despacho de Thaddeus Bear tuve un instante de duda, pero la imagen del pelo rojo de Alex mezclándose con la sangre coagulada de la sábana blanca fue suficiente para que volviese a ponerme en marcha. Abrí la puerta, y pasé al interior.
Bear continuaba en el asiento del despacho, pero no se había suicidado. Estaba completamente dormido, o quizá en mitad de un coma etílico, con la cabeza sobre el antebrazo derecho, cuya mano sujetaba la botella vacía, y la mano izquierda sujetando la pistola. El cañón de la misma descansaba perezoso sobre la sien del hombre.
Aquello me dejó completamente indiferente. En ese momento, lo único que me importaba era conseguir esa arma. Podía suponer la diferencia entre mi vida y mi muerte, o la diferencia entre la muerte de uno o de cientos.
Cogí el arma sin ningún tipo de miramientos, y la brusquedad de mis movimientos hizo que Bear comenzase a desperezarse. Parpadeó varias veces, dando un respingo para incorporarse en el asiento, y miró hacia la nada, intentando enfocar su mirada.
–¿Qué... –preguntó con voz pastosa, aún desconcertado– qué está pasando? – ¿quién está ahí?
En algún momento de la noche había perdido las gafas.
–Soy yo, Thadd. –respondí para tranquilizarle, pero tomándome unas confianzas que, quizá sin una buena dosis de alcohol en su organismo, Bear no viese con buenos ojos. No me importaba.
–¿Tony? –me preguntó mirándome directamente a los ojos, pero sin verme. En ese momento vi el miedo aflorar en su cara, y supe que él también lo sabía todo.
–El mismo. –respondí secamente, dándome la vuelta.
Él miró hacia abajo y rebuscó a tientas por el suelo, buscando algo. Supuse que las gafas. Cuando las encontró, las limpió con la camisa de tela azul antes de colocárselas. Tenía un aspecto horrible, pero por su expresión supe que yo debía tener una pinta peor. No le pasó desapercibido que tenía su pistola en una mano, y carraspeó lentamente para llamar mi atención, pero procurando no alterarme, eso me hizo gracia; Bear había vuelto a ser el hombre tranquilo y racional de siempre, pese a que en ese momento debía estar combatiendo contra una resaca atroz.
ESTÁS LEYENDO
Distopía
HorrorDistopía es una sociedad indeseable en sí misma, eso es exactamente lo que sucede en las instalaciones de este centro de investigación: una "sociedad" donde los médicos someten a los pacientes a pruebas invasivas y crueles sin importarles la integri...