Revelación |2|

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    «A todos. Les he hablado de ti a todos», resonaba una vez, y otra, y otra, en mi cabeza. No dejaba de darle vueltas, del mismo modo que no dejaba de darle vueltas en mi cabeza, una y otra vez. En realidad, no había dejado de darle vueltas desde que King me lo había confesado.

Era como una pequeña bola de nieve que se deja caer rodando desde una colina, una colina particularmente alta en este caso, y que ha bajado rodando y creciendo sin parar. Al principio era una bola minúscula, más o menos del tamaño de una canica, y había caído tan perezosa y lenta que durante un par de horas tuve la estúpida idea de creer que no llegaría a ninguna parte; que la bola, cansada no ya de rodar sino de existir, acabaría desintegrándose, fundiéndose en la nieve y desapareciendo de mi cabeza de una vez por todas, casi de la misma forma que estaba convencido que harían todos los problemas y torturas de la isla cuando me alojaba en el Paradise, antes de que una vieja y ensangrentada bola de nieve llegase hasta mí en forma de nota personal que uno de aquellos desgraciados me había enviado. Pero la realidad resultó ser muy distinta, y muy cruel.

Cuando la bola ya estaba lejos de mi campo de visión, o, lo que es lo mismo, cuando dejé de prestarle atención y comencé a prestársela a mis quehaceres rutinarios, la pequeña hija de puta comenzó a coger más y más velocidad a medida que la cuesta por la que caía se volvía cada vez más vertical, pero sin llegar a formar una pendiente de noventa grados; la vida no era tonta y sabía que necesitaba una cierta pendiente que no sólo diese más impulso a la bola sino que, además, le ofreciese también una inagotable fuente de nieve con la que engordar y engordar hasta convertirse en una auténtica monstruosidad helada que lo arrollase todo a su paso, una vez que el expreso de la nieve feliz llegase a su estación (última parada, los frágiles cimientos de mi situación psíquica y emocional, pueden sacarse una foto con lo que quede del pobre diablo para poder presumir con las otras bolas de nieve asesinas cómo de bien se lo pasaron). Y eso fue exactamente lo que hizo la traicionera bola de nieve a mis espaldas.

Casi como el lobo del cuento, que sopló y sopló hasta que la casa de los cerdos derribó y en la barbacoa con una manzana en la boca y un pincho por el culo los metió, la bola creció y creció hasta convertirse en un gigantesco muro blanco que ocupaba todo lo que la vista podía abarcar, impidiendo, de paso, la muy canalla, que uno pudiese distinguir la velocidad con la que se acercaba y la velocidad con la que lo hacía. (Si en este punto te estás preguntando qué tipo de trauma infantil tengo con las guerras de bolas de nieve, puedes contárselo a tus amigos y hacer una porra. Si consigues sacarme de aquí con vida, estaré más que encantado de contarte todas las patéticas historias de humillación de mi infancia). Lo cierto es que no dejó de crecer a traición mientras yo permanecía ocupado buscando a Edward Johnson para ver qué tal le iba en su primer día como esclavo del Ciok, y no decidió que ya se había dado un atracón más que suficiente de mierda helada hasta la noche.

Pero como dijo Jack el destripador, y muchas de las personas de esta maldita isla, vamos por partes, ¿quieres? (no te molestes en contestar, iremos así quieras o no. Ventajas de escribir a una pantalla en blanco con la única esperanza de que no creas que todo esto es una jodida broma o, peor aún, que de hecho ya le hayas enseñado esto a tus amigos y os estéis partiendo el culo de risa mientras aquí luchamos para que no nos lo partan literal y figuradamente).

Salí del nivel de Jeffrey King a media tarde, después de haber pasado todo el día ayudándole a tratar a sus pacientes. Seguían dándome lástima y asco al mismo tiempo, y seguía luchando incansablemente para no permitir que vieran ni lo uno ni lo otro; siempre he creído que peor que compadecer a una persona, es que esta sepa que lo haces. Como en todas las ocasiones, fue un trabajo agotador tano a nivel físico y psicológico. Ver a toda esa gente sufriendo con sólo moverse, oyendo, en las ocasione en las que el silencio se imponía incluso por encima de la aletargada melodía de quejidos y toses, cómo las pústulas y las bolsas reventaban y, peor aún, oliendo la mezcolanza de heces, orina, pus, vómito y otros líquidos del cuerpo sin ganas de identificar.

DistopíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora