Doctor Jeffrey King |5|

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    La habitación era grande. Muy grande. De hecho, casi alcanzaba la categoría de inmensa.

Habría sido ridículamente grande, de no haber sido por un simple motivo.

Estaba atestada hasta donde alcanzaba la vista, que no era el final de la estancia, de literas de metal que se repartían en ambos extremos de la habitación.

Era como un cuarto de barracones gigantesco.

Si no se me cayó el bote de cristal con las pastillas de Ciok al suelo tras empezar a asimilar la situación que tenía delante de mí, fue simplemente por el peso de las miradas.

King me había dicho que, en sus instalaciones, tenía más de doscientos pacientes a su cargo. Calculándolo muy por encima, estaba seguro de que la cifra era considerablemente más alta de lo que me había dicho en principio.

Y todos se me quedaron mirando fijamente nada más entrar en aquél lugar.

No a mí, sino al bote de cristal que contenía las píldoras negras. Casi podía verlos relamerse mental y físicamente ante el cargamento que yo llevaba conmigo. En ese momento no pude evitar preguntarme cómo se las debía apañar Jeffrey para entregar la medicación a tantos pacientes sin que hubiese ningún tipo de altercado; aquella gente parecía más que dispuesta a abalanzarse sobre mí para arrancarme el tarro y quedarse con todas las cápsulas para ellos mismos.

Lo que, inevitablemente, desataría una guerra entre los pacientes para hacerse con el control de las mismas.

Guerra. Esa palabra no dejaba de darme vueltas en la cabeza desde que había entrado en aquél lugar tan extraño. Seguía recordándome a gritos que aquello era una especie de campamento militar de soldados tan retorcidos tanto física como psíquicamente.

Y no era justo.

Carraspeé un par de veces, intentando sacarme a mí mismo del embotamiento en el que me había sumido al ver tantas literas frente a mí y, especialmente, tantos pacientes que me miraban con una impaciencia que rayaba lo absurdo. Parecían drogadictos a la espera de una dosis que calmara el mono.

Sólo que, en lugar de un mono, dado el aspecto de aquella gente, parecían estar padeciendo una auténtica manada de gorilas gigantes. Gorilas enfurecidos y enrabietados.

A diferencia de los pacientes de fuera, la mayoría, que no todos, de los pacientes de esta nueva sala sí estaban medianamente vestidos. La gran mayoría de los que lo estaban llevaban una sencilla bata de papel, y una o dos docenas llevaba incluso vestimenta completa.

Fueron estas personas las primeras que se acercaron a mí, caminando con mucha más facilidad que los pacientes que había visto hasta ese momento. Casi parecían portavoces del resto de convalencientes. Casi.

En realidad, daban más la sensación de ser los oficiales de aquél extraño y retorcido ejército.

Por supuesto, todos aquellos hombres y mujeres que me miraban y acercaban presentaban heridas, cicatrices, bolsas, forúnculos y deformidades, como el resto. Pero parecían estar en mejores condiciones que los de la otra sala.

Un hombre alto, con la mitad derecha de la cara paralizada y caída en un rictus muerto, se me acercó junto a una mujer que tenía el mismo problema, sólo que en el lado izquierdo de su rostro.

Ambos extendieron los brazos hacia mí, o, para ser más exactos, al tarro de Ciok, aun a medio camino de llegar a mi altura. Los ojos les brillaban con una especie de furia ansiosa.

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