Doctor Thaddeus Bear |4|

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Volví a abrir la boca, supongo que con expresión estúpida, para comunicarle a Bear la situación que, era evidente, ya conocía. Fue una reacción estúpida, lo sé, pero yo no era cardiólogo y no sabía exactamente qué hacer a continuación: comunicaría lo obvio a Thaddeus y luego saldría por piernas en busca de Jonathan y Norma, que sí lo eran y podrían ayudar al doctor con mejor capacidad que yo.

–¡Avisa a quien esté disponible inmediatamente! –me gritó Bear mientras corría hacia la puerta de la habitación para salir e internarse en la del paciente que sufría un ataque.

Yo asentí en silencio al tiempo que mis manos volaban hacia el pequeño busca que tenía colgado de la cintura. Mientras mis temblorosos dedos se afanaban en pulsar los botones correctos, resolví salir de la habitación yo también; si, por lo que fuera (no atinar a marcar los números, por ejemplo), no era capaz de localizar a ninguno de ellos, sí podría dejarme las cuerdas vocales gritando a pleno pulmón para atraer su atención. No era el método más civilizado, y quizá no el más efectivo, pero desde luego que iba a ser útil. En mi interior bullía una mezcla de horror, desilusión e incluso enfado. Era completamente irracional y sin sentido, y yo lo sabía de sobra, pero, ¿cómo diablos se atrevía ese hombre a rechazar la intervención recibida? No era justo. (Tampoco lo era que yo me pusiese así, con una perreta digna de un niño pequeño en una juguetería al que sus padres se niegan a comprarle todos sus caprichos, pero en ese momento me daba igual: habíamos rozado las estrellas con los resultados, y esta reacción ponía en severo peligro todo lo que habíamos conseguido esa mañana. Ni siquiera pensaba en el mérito que obtendría al salir mi nombre en una revista [si es que Crown permitía que diésemos una entrevista a nadie. Esto lo estoy pensando ahora, en el mismo momento en el que te escribo], sino en que no era justo haber estado tan cerca del éxito y vernos ahora arrastrados al fracaso sin más)

–¡JOHN, NORMA, ALEX! –grité con todas mis fuerzas, ya decidido a no perder el tiempo con aquél maldito cacharro que se negaba a hacerme caso (es curioso ver cómo aquello que no supone más que un gesto de rutina en el día a día se vuelve como intentar resolver una ecuación imposible cuando nos encontramos bajo presión)–. ¡RÁPIDO, VENID AQUÍ, EL PACIENTE ESTÁ CONVULSIONANDO! –no estaba muy seguro de que aquella hubiese sido la reacción del mismo. Es decir...sí, le había visto brincar en la cama, pero no estaba completamente seguro de que aquello fuesen convulsiones epilépticas o espasmos musculares: en el momento no me paré a mirar nada de lo que tenía delante. El pánico me había empujado hacia una vertiginosa caída de impotencia (cosa que, hasta la fecha, no me había pasado nunca en toda mi vida [y te lo digo en serio, no es esa débil excusa cuando uno tiene un gatillazo de "es la primera vez que me pasa"]), pero por suerte, Bear me había sacado de aquella caída con una orden directa y sencilla.

Como no recibía respuesta por parte de ninguno, eché a correr a toda velocidad hacia la escalera que subí tiempo atrás para buscar a Bear. ¿Dónde estarían todos? Aposté con el comedor, por lo que me eché a correr a toda velocidad, y, aunque imprimía toda la fuerza que podía a mis zancadas, me sentía como a cámara lenta. El pasillo que debía llevarme hacia mi objetivo parecía estirarse y estirarse como un chicle que no se rompería nunca, por imposible que fuese.

Cuando por fin llegué, con el corazón casi en la boca y los pulmones ardiéndome por dentro, pude ver a John que permanecía absorto mirando por uno de los ventanales, con una taza de café en la mano derecha y un cigarrillo en la izquierda.

–¡JOHN, JOHN! –aullé corriendo hacia él. El médico se sobresaltó al verme llegar de aquella manera, y tuvo que sujetarme entre sus brazos para que no le arrollase y cayésemos ambos ventana abajo.

–¿Pero qué pasa, hombre? –inquirió aún desconcertado– ¿Dónde está el fueg...? –comprendió lo que estaba pasando ya que la taza y el cigarro cayeron de sus manos estrellándose contra el suelo y rompiéndose en mil pedazos. Por un momento se le pusieron los ojos en blanco y casi parecía que se iba a desmayar. Todo aquello, (ahora que lo pienso con frialdad), no duró más de dos segundos–. ¡Rápido, avisa a Norma y Alexandra! –me ordenó sujetándome los hombros con ambas manos y zarandeándome un poco, no sé si tratando de tranquilizarme a mí o de recuperar él la compostura.

DistopíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora