Doctor Jeffrey King |7|

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    Me lo quedé mirando en completo silencio, dejando que el torrente de emociones encontradas fluyese libremente por mi interior, arrasándolo todo para llevárselo todo lo lejos que quisiera. En ese torrente, predominaban esencialmente tres emociones: Admiración. Desconfianza. Reproche.

Admiración porque el tiempo que tuve que dedicarme yo solo a cuidar de los doscientos pacientes del bloque me hizo comprender como nunca hasta ese momento una mínima parte de toda la presión y estrés que aquél hombre había pasado hasta que yo llegué allí. No sabía cómo Jeffrey King podía haberse dedicado en cuerpo y alma a aquella titánica labor, sin tener un solo día de descanso; tal entrega no hacía más que crear la susodicha admiración que me embargaba.

Desconfianza porque había desaparecido de repente, sin decirle nada a nadie; ni siquiera al propio Bruto, en quien confiaba ciegamente para proteger a sus pacientes. El sentimiento de admiración, que, por suerte, era el predominante, sumado a un ramalazo de lucidez racional hizo que pensara que, con toda seguridad, Jeffrey King no había abandonado su área de trabajo sin tener un buen motivo para ello. No obstante, algo me empujaba a rechazar esa idea. Algo que me comia por dentro con insistencia, haciendo que siguieran saltándome todas las alarmas.

Reproche por haberse marchado sin decirle nada a nadie, obligándome a afrontar todo aquello sin estar remotamente preparado para ello. No era un sentimiento justo, y todo mi ser me gritaba con fuerza que, en todo caso, esa desaparición repentina no sólo habría sido justificada, sino probablemente necesaria: aquél hombre no podía estar bajo una presión constante sin derecho a descansar de vez en cuando de sus obligaciones. Acabaría rompiéndose, como probablemente le hubiese ocurrido más de una y dos veces.

Jeffrey King, por su parte, se limitaba a mirarme en silencio, sentado al borde de la cama de su dormitorio, con el pelo húmedo y un tanto revuelto. Me miraba impasible, a la espera de que fuese yo el que abriese fuego en primer lugar.

Había algo, en su mirada, que no me gustaba. No porque la considerase una mirada hostil o porque pensase que estuviese preparándose para una nueva partida de ajedrez lingüístico. Era una mirada cansada.

Cansada y aterrada, con algún toque de resignación que me ponía los pelos de punta.

–Bueno –carraspeé, incómodo, a sabiendas de que yo no era nadie para hacerle aquella pregunta, y mucho menos con el tono de reproche que logré mantener a raya–, ¿dónde ha estado, doctor King?

–Jeffrey. –susurró en voz baja.

–¿Disculpe? –lo miré sin comprender qué había dicho.

Se le dibujó una sonrisa a medias en los labios, pero la borró casi al instante. Clavó la mirada al suelo durante un instante, y luego volvió a clavármela en los ojos.

–Me llamo Jeffrey –explico con un suspiro cansado–. No quiero volver a oír mi apellido en una temporada. Y mucho menos si va acompañado de ese estúpido título sin sentido.

Abrí la boca, pero la cerré. Asentí despacio, comprendiendo que, hubiese estado donde hubiese estado, la desaparición no había sido en absoluto agradable. Carraspeé.

–Está bien. ¿Dónde has estado? –me crucé de brazos un tanto a la defensiva, pero procurando compensar aquello con un tono conciliador–. Te marchaste así, de repente, sin avisar y pensé que...

–¿Que fui a comprar tabaco? –preguntó con sarcasmo, rematándolo con una sonrisa ácida. Sin embargo, suspiró y negó con la cabeza–. Lo siento, doctor Straw, es sólo que...

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