Alfred Clint es un buen chico

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La cantidad de minúsculos puntitos brillantes reflejados en la superficie negra y completamente lisa me había obnubilado por completo.

A decir verdad, era mucho más que eso; más que una obsesión malsana, más que el entusiasmo que se siente cuando uno está a punto de hacer algo "malo", más que el cosquilleo en la boca del estómago cuando uno sabe que, salga bien o mal, las cosas cambiarán para siempre, una vez el movimiento haya sido hecho y no exista posibilidad alguna de cambiarlo.

El campo casi infinito de luces reflejadas me había absorbido por completo, sumergiéndome de cabeza en el interior de aquella película brillante que envolvía y protegía por completo la pequeña cantidad de polvo blanquecino que, con suerte, cambiaría las cosas para bien.

Tengo que admitir que no era un polvo completamente blanco, como cabe esperar en cualquier medicamento fabricado en cualquier rincón del mundo, sino que tenía un discreto tono verdoso. No se veía a simple vista, de hecho, era necesario mirarlo con detenida atención al contraluz para percatarse de aquél matiz tan discreto. No es que fuese algo excesivamente importante, o al menos no tenía por qué serlo, pero era algo que me llamaba la atención por más que intentase dejar de pensar en ello.

¿Por qué ese tono casi inexistente de verde que se fundía tan perfectamente con el blanco? Dediqué dos días completos de mi vida a recordar todos y cada uno de los medicamentos que, como médico fuera de la isla, había observado alguna vez a lo largo de mi carrera, tanto universitaria como profesional. Fueron dos días en los que ni comí, ni dormi, ni salí del dormitorio para nada. Dos días de auténtica locura en los que no dejaron de bailar, en mi cabeza primero y luego frente a mis propios ojos, una ristra de todo tipo de medicinas, desde aspirinas a mórficos pasando por placebos. No es que hubiese analizado ninguna de ellas a contraluz en ningún momento, pero no me hacía falta; estaba plenamente convencido, sin ningún lugar a dudas, de que ninguno de los cientos de fármacos con los que había trabajado hasta ese momento tenía ningún tono que no fuese el más pulcro y absoluto de los blancos.

Entonces, ¿a qué se debía el tono verdoso del Ciok?

Era la pregunta que me hacía inmediatamente después de desistir en la búsqueda de otro medicamento de un color distinto. Dado que el Ciok era de fabricación casera, ya que era Jeffrey el único sabedor de la fórmula y que no poseía la maquinaria necesaria para fabricar una pastilla sólida, cabía la posibilidad innegable de que alguno de sus componentes fuese de origen puramente vegetal, sin ser sometido a tratamiento, y que aquél tono verdoso se debiera a algún resto de clorofila que no había sido debidamente eliminado.

Era posible. No lo sabía, pero era posible. Bien podía plantarme delante de Jeffrey King para preguntárselo sin rodeos, pero era algo que no pensaba hacer bajo ningún concepto; cuanto menos supiese él de mis planes, mucho mejor. Así no ponía en riesgo a ninguno de sus pacientes en caso de que mi plan fracasase estrepitosamente.

Hacerme con la dosis necesaria de medicamento no fue fácil en absoluto, y tampoco fue tan inmediato como había pensado; no podía colarme en el dormitorio de King para robar algunas de las cápsulas sin más, ya que éste lo descubriría en cuanto fuese a medicar a los pacientes a su cargo. Tampoco podía darles la mitad de la dosis que éstos recibían, ya que eso habría supuesto una auténtica tortura para ellos. Sin el Ciok suficiente en el cuerpo, ¿cuánto tardarían en sucumbir una vez más al terrible dolor que suponía su estado?

Tuve que rebajarles la dosis, pero hacerlo de manera moderada. Les daba una cápsula completa a cada uno, pero vaciaba la mitad de la segunda para poder hacerme con media cápsula cada vez. Una vez que la segunda cápsula estaba vacía, iba rellenando lo que faltaba con el contenido de algunas más, de modo que, al final, cada paciente se tomaba una cápsula completa y tres cuartos de la segunda.

DistopíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora