Alfred Clint es un buen chico |3|

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03:43.

Eran dos dos cifras separadas solamente por dos puntos, dos puntos del mismo tono de rojo brillante que alumbraba las dos cifras. Había echado un primer vistazo y había visto marcado 03:30, antes de abandonar la extraña abstracción en la que me había sumido, como si una especie de sueño vívido y aterrador me hubiera capturado por completo por el mero hecho de atreverme a mirarlo a los ojos. Ojos que, en este caso, eran, precisamente, las dos cifras separadas por los dos puntos estáticos. No pude evitar pensar que de no ser por dichos dos puntos, las dos cifras serían una única cifra, y aquél pensamiento extraño y amargo me llevó a la conclusión de que, en realidad, Alfred Clint, Edward Johnson, Jeffrey King y yo mismo éramos exactamente eso: dos grupos de cifras separadas exclusivamente por dos miserables puntos de color rojo inertes. Dos puntos que no sólo marcaban una clara diferencia entre nosotros, sino que, además, la explicaban: la diferencia era la necesidad.

Alfred Clint tenía la necesidad de Ciok el resto de su vida.

Edward T. Johnson pronto la tendría.

Jeffrey King tenía la necesidad de que sus pacientes siguiesen con sus vidas, lejos de la terrible lupa de la Sociedad y su cruel y descarnado adoctrinamiento sobre la belleza y la dignidad, sin que se viesen afectados por los problemas que una panda de desconocidos había causado.

En cuanto a mí, me habría gustado poder decir que mi necesidad era la de poner a salvo a todas las personas que pudiese y conseguir evacuarlas lo más pronto posible, pero la realidad era muy distinta. Mis únicas dos prioridades, por orden de prioridad, eran ponerme a salvo lo más pronto posible, interponiendo entre la isla y mi culo cuantos kilómetros de océano y tierra fuese posible, y vengarme. Vengarme de Crown y de los pacientes número 23 y número 32. ¿Triste y egoísta? Sí, lo sé, ¿y qué? Desde que esos bastardos se llevaron la vida de Alexandra, dejándola a mi lado para que la encontrase a la mañana siguiente, todo había dejado de tener sentido. Sólo me importaba mi propia supervivencia.

Volviendo al ya famoso 03:43, lo más probable es que ya hayas adivinado que las infames cifras pertenecían a las de un reloj despertador digital de la era cuaternaria (si aún no lo habías adivinado, quizá sea porque has nacido mucho después de la misma). Me había quedado completamente absorto mirando la hora, contando cada uno de los nanosegundos que pasaban a nuestro alrededor, esperando que fuese el momento propicio para poder actuar y seguir poniendo en marcha mi plan de actuación.

–Como esperes un jodido minuto más, te juro por Dios que te dejo aquí tirado como un perro y me voy a la puta cama de una vez. –susurró Clint, molesto. También capté en su voz un rastro de ansiedad y expectación.

–Esto es mucho más importante que cualquier otra tontería. –le dije yo con severidad, sin mirarle siquiera.

Alfred Clint abrió los labios para formar una sonrisa sarcástica. Como la planta en la que nos encontrábamos estaba totalmente sumida en el más absoluto de los silencios, pude escuchar con total nitidez el sonido pegajoso que hicieron los labios al despegarse. Aquello me hizo estremecer.

–Cómo se nota que tú no tienes que levantarte a las seis de la mañana para empezar a cargar con sacos de verduras, cajas de embutidos y cartones de huevos para hacer el desayuno de un montón de capullos con bata blanca que van por ahí con la cabeza tan estirada que parece que, tras cepillarse los dientes, se metieron un palo por el culo antes de vestirse, cabrón. –remató con una sonrisa satisfecha.

Aquello me hizo sonreír a mí también, aunque no pasé por alto el que me llamase cabrón tan a la ligera. Por supuesto, estaba en su completo derecho de hacerlo, ya que su lealtad dependía única y exclusivamente de la dependencia, valga la redundancia, o valiera aquella noche al menos, del Ciok. Él estaba en su perfecto derecho de faltarme al respeto, como yo lo estaba de hacérselo pagar a la noche siguiente, cuando volviera como un perro sumiso con el rabo entre las piernas para pedir su dosis de esclavitud. Quizá, incluso, me plantease cortarle las orejas y el rabo al perro, para que no olvidase nunca la lección que estaba a punto de aprender. Aquél pensamiento cruel fue lo que me hizo sonreír por segunda vez.

DistopíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora