Capítulo 11

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Me desperté a las siete y media de la mañana y decidí levantarme a pesar de que era temprano, a sabiendas de que no podría volver a conciliar el sueño.

Tras hacer una rápida visita al baño, me dispuse a colocar la ropa que me había traído de Madrid en el armario. Descubrí que entre todas las prendas también había ropa de deporte. No recordaba haberla metido en la maleta, por lo que supuse que había sido Carla.

Cogí el móvil y envié una foto de la ropa por el grupo de WhatsApp que compartía con mis amigas.

—Gracias por ayudarme a preparar la maleta en tiempo récord y por meter ropa de deporte en ella— grabé, hablándole al móvil y registrando una nota de voz—. Me va a ir de lujo para usar el gimnasio.

Ben me había dicho que podía usar el gimnasio las veces que quisiera, así que me puse unas mallas negras, mis deportivas favoritas y un sujetador deportivo fucsia.

El móvil sonó justo antes de que abandonara la habitación. Marina acababa de mandar un audio al grupo.

—¿Ben tiene un gimnasio en su casa? — exclamó su voz cantarina.

Me reí en silencio. Su energía matutina no dejaba de sorprenderme. Carla se puso a grabar un audio y me apoyé contra el umbral de la puerta.

—¿Cómo es posible que chilles tanto de buena mañana? — se quejó la rubia, con voz de dormida, dirigiéndose a Marina—. Te he escuchado desde mi habitación—. Hizo una pausa dramática— ¿Qué tal la primera noche, Gala?

Gala– Miérc. 11 dic. 07.42: Bien.

Carla– Miérc. 11 dic. 07.42: ¿Seguro?

—No llevo aquí ni veinticuatro horas. De momento no tengo quejas— contesté, grabándome de nuevo—. Me voy a entrenar. Hablamos luego.

Silencié el móvil y me encaminé hacia el piso de arriba. Al llegar, abrí la puerta y descubrí que no era la única que había decidido ejercitarse esa mañana.

Ben se encontraba sentado en el banco que había en el centro de la sala, haciendo pesas y con la vista clavada en el espejo que tenía enfrente. Diminutas gotas de sudor se resbalaban por su pecho desnudo. Tenía unos abdominales definidos, pero no demasiado. Cogía las pesas con ambas manos, realizando series de bíceps y respirando de manera controlada. Un incipiente bello comenzaba en su ombligo y se perdía justo donde comenzaban los pantalones deportivos que llevaba. Sus piernas tonificadas quedaban definidas bajo la tela. 

Me quedé de pie en la puerta, hipnotizada por el movimiento de sus músculos al flexionarse.

— Supongo que cuando te dije que te sintieras como en casa, te lo tomaste al pie de la letra— dijo entonces él con diversión, interrumpiendo mi descarado escrutinio—. Tienes mi permiso. Puedes mirarme cuanto quieras. No voy a quejarme.

Mi mirada se encontró con sus electrizantes ojos verdes y tragué saliva, avergonzada. Parte del pelo se le había pegado a la frente, fruto del esfuerzo, y sus mejillas estaban tenuemente sonrojadas.

Vi como dejaba las pesas en su sitio y se pasaba una toalla limpia por el cuello. Bebió de una botella sin romper el contacto visual. Pequeñas gotas de agua se deslizaron por la comisura de sus labios. Al acabar de beber, caminó en mi dirección.

—Lo siento— logré decir. Me había pillado con las manos en la masa—. No pretendía incomodarte.

Se plantó delante de mí y se mordió el labio inferior, intentando ahogar una sonrisa, la diversión presente en sus facciones.

—No me has incomodado en absoluto— replicó con descaro—. Lo sabrías si lo hubieras hecho, te lo aseguro.

Sus ojos se deslizaron por mi cuerpo de manera pausada, regocijándose al hacerlo. Sostuve la respiración mientas lo hacía, notando el deseo que destilaba su escrutinio. Solté todo el aire al sentir el roce de sus manos en mi cintura, su pulgar acariciando con lentitud la piel de mi vientre. Cuando sus ojos se posaron en los míos de nuevo, encontré un anhelo casi doloroso en sus pupilas.

Efecto Hardwicke [2]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora