«Bien bastardos. Las reglas aquí son claras y precisas. Un fallo, y se las verán conmigo o con los muchachos. Nada de peleas. Acatar las órdenes. Levantarse temprano. Acostarse temprano. Sin quejas de ningún tipo. Tres raciones de alimentos por día. Si no estás a horario, lo pierdes. Si no te gusta la comida, te jodes. Nada de robos; de lo contrario, les cortaré las manos. Sin abusos físicos entre ustedes, si no, van a experimentar el verdadero dolor de parte de mis muchachos. Sin insultos a los guardias. Nada de vicios. No hay alcohol ni cigarrillos. Al que encuentre con un cigarrillo encendido, se lo voy a hacer tragar. Al que encuentre con una petaca de alcohol, se la meteré por el culo. Cumplan las reglas y vivirán, si me desafían, prepárense a sufrir mucho».
Los guardias rieron cuando el discurso del director de la prisión terminó.
Alan sintió como uno de los guardias lo empujaba hacia el interior del enorme edificio, enclavado en ese pedazo de arena blanca coralina, clima cálido, aguas verdes y azules de belleza extrema. Había visto muy pocas veces el mar, y este era tan hermoso que pensó que podría vivir allí, si tan solo le permitieran ver ese amanecer cada día. La primera parada fue la revisión médica, en donde esculcaron cada parte de su cuerpo, y lo bañaron con una manguera con agua congelada. No le cortaron el cabello. Su madre siempre había dicho que era lo más hermoso que tenía. Hebras negras que se ondulaban apenas con peinarlo con los dedos, y eran sedosas al tacto. Uno de los bastardos le hizo entender el motivo.
—Lindo cabello, muñequita. A tu compañero también le gustará mucho. —Rieron cuando Alan agarraba la toalla, y se secaba, para ponerse la casaca y el pantalón liviano, de color azul, junto a unas zapatillas blancas—. Bien, preciosa. Ya estás lista, ¡camina!
El edificio era una especie de hexágono que albergaba diversos pabellones, con prisioneros de extrema peligrosidad. Alan recorrió el pasillo estrecho en donde puertas herméticas tenían una rendija al medio, por la que los guardias abastecían a los prisioneros.
—¡Apresúrate! —El maldito bastardo que lo había empujado dos veces afuera, volvió a hacerlo—. Pabellón 5. Bienvenido, bombón —susurró este muy cerca de su oído, y Alan se alejó.
Caminó con la vista en la ropa de cama que llevaba, escuchó los gritos y aullidos de esos lobos, a quienes los volvía locos, el olor a carne fresca. Cerró sus ojos, contuvo las ganas de vomitar, con algunas de las frases que le propinaban. El guardia reía porque, al parecer, la situación resultaba muy divertida. ¡Basura malparida!, que era peor a los que allí estaban encerrados. El uniforme azul les daba impunidad, y eso era todavía más asqueroso.
El calor fue devastador. Los olores, a sudor y orines, atrofiaron sus fosas nasales. Se acostumbraría, pasaría una década allí, y no le quedaba otra opción.
«Diez años».
La gente siempre dice que el tiempo pasa volando. El problema es que esa gente nunca ha estado en la cárcel porque, de seguro, la cuestión tiempo en ese espantoso sitio no era algo para tomarse a la ligera, ni mucho menos hacer frases trilladas. Alan temblaba, cada paso que daba le costaba horrores. Fue cuando llegó a su celda. El lugar donde viviría veintidós horas al día, descontando la hora de almuerzo y la de esparcimiento. La puerta se abrió, y el guardiacárcel volvió a empujarlo al interior.
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Cuando te perdí T.JdP Libro 1 (gay +18)
Romansa"No hay nada peor que un inocente en prisión, no hay nada más aberrante que expiar las culpas de un asesino impune en manos de bestias sádicas cansadas del encierro. Esta es mi historia, la historia del joven que fui y en el que me convertí". Alan...