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¿Como te mato mujer, como lo hago?

Aristóteles

Camino por los pasillos de la mansión hasta llegar a la habitación donde está ella. No toco ni pido permiso, entro cuando quiero, a la hora que quiero porque ésta es mi casa. Además está acostumbrada a que se haga mi voluntad y ella solo obedece como buena esclava.

Al entrar lo primero que veo es su larga cabellera rubia, recuperó un poco su brillo más no es lo mismo de años atrás cuando parecía llevar el sol en cada célula de su cuerpo. Está sentada en una esquina de la cama, de espalda a mí, con las piernas cruzadas y los brazos sobre su regazo, lleva puesto un vestido de flores manga larga y falda hasta las rodillas. El rostro impacible, a la espera...

—¿Vienes a torturarme?

—Estás predispuesta a ser maltratada —arrastro una silla y tomo asiento frente a ella— ¿Te gusta? ¿Te excita, puta? —su mirada azul furiosa se clava en la mía.

—Aquí el sádico eres tú, yo sólo soy una víctima en todo esto.

—Eres mi esposa, no una víctima —aclaro.

—¡Vaya! Hasta que recuerdas lo que soy, igual no te impidió enredarte con esa zorra y ponerla por encima de mí y tú hijo —pronuncia las palabras con severidad, sin embargo no grita ni se mueve de su lugar.

—La culpa es tuya por ser una desobediente —frunce el ceño para luego echarse a reír. «Extraño esa risa, maldición».

—Tu cinismo no debería sorprenderme ni ofenderme pero he de decirte que lo has logrado —comenta entre risas— ¿Que se siente? ¿Ser un hombre de poder pero realmente no tenerlo? —increpa, atacando a la yugular con sus palabras—. Porque la zorra ha jugado mejor que tú por lo que he escuchado y ahora dependes de tu hijo para mantenerte en el poder.

—No hables de cosas que no sabes, Hera...—siseo.

—Quizás no se todo pero las paredes hablan y es inevitable no escuchar cuando el silencio susurra porque es tu única compañía dentro de esas paredes frías —tensa la mandíbula molesta.

—¿Que es lo que quieres, Hera? —digo alargando una mano a su rostro pero voltea para evitar mi toque.

—Morirme. ¿Como te pido piedad? ¿Me arrodillo y te besos los pies? o ¿Te chupo la verga? —pregunta llena de sarcasmo. Cojo entre mi mano su mentón y ejerzo un poco de fuerza.

—Comienza con chuparme la verga —digo con sorna pero se termina la gloria cuando estrella la palma abierta en mi mejilla de la rabia.

Pica al igual que la molestia por su osadía, así que me le monto encima cogiendo sus muñecas para pasar las manos por encima de su cabeza. Sigue zarandeandose debajo de mi cuerpo pero se detiene al darse cuenta de que no puede contra mí. Por supuesto, soy más pesado que ella, aún no está en óptimas condiciones para luchar ni defenderse como lo hacia antes.

—Sácame, yo me voy lejos. No me acercaré nunca a Eros si es lo que te preocupa, igual un día alguien le dirá lo que hiciste —habla desesperada —. Pero ya detén esto, en el fondo sabes que yo no hice lo que esa mujer dijo —me desconcierta verle los labios y recordar con tanta claridad todas las veces que los besé o sonrieron para mí y pronunciaron «te amo» sin ningún tipo de temor. O asco, como ahora.

—Cuando eres esclava de la mafia, no sales de aquí —le recuerdo, saboreándome los labios al verla tan de cerca.

—Hace unos minutos era tu esposa...—me recuerda—. Ahora tu esclava. Cuánta hipocresía y doble moral —se burla— ¿Qué es lo que represento, Aristóteles? Decídete, a estás alturas no estamos para juegos.

Reina Italiana [En Edición]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora