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El escondido al estilo monarquía francés

Lucrecia


Voy camino a París, nuevamente. Ha sido el lugar donde he vivido los últimos diez años. Lo odié desde el primer día.

La paranoia de mi padre fue más fuerte así como su sobre protección hacia mí, me obligó a vivir en un exilio, alejándome de ellos, sobretodo de mis hermanas.

Todo por un maldito juego de póker donde sin saberlo su oponente me quería para su hijo, incitando al reto desde el inicio y mi padre sin poder soportar más su insistencia, claudicó para ganarle el hijo predilecto de éste y arrastrarlo a nuestras filas. ¿Quién no querría al prodigio de los Santorini en su clan? Pero mejor aún, ¿quién no desearía a la heredera del imperio mafioso como su esclava?. La sed de grandeza y ambición fue mas fuerte y para su karma, perdió. Mi nombre yace al lado de Eros, hijo de Aristóteles, dueño y señor de Grecia. Por ello estoy aquí, encerrada cual cenicienta, viviendo una vida que no merezco.

Los Vecchio tenemos un físico muy llamativo, así que me ha tocado usar pelucas, lentes de contacto y ropa discreta para evitar ser evidenciarme ya que tengo la diana adherida como un tatuaje a la espalda. No sólo por los griegos, también el resto de enemigos a la familia real del Cosa Nostra.

Llevar ésta vida de mierda me ha vuelto cerrada, fría, metódica y calculadora. Cada día repitiendo en mi mente cuan perfecta debo ser, las vidas que robaré al arrebatarlas con mis propias manos. Pienso en ésta sed de venganza que habita y crece en mi vida.

Los días se han ido pasando entre libros, peleas callejeras, practicas de combate, estudios y de vez en cuando salidas o visitas supervisadas por las pocas personas aceptadas por Marcos, dentro de ellas está la bendita Bettany Moreau, gracias a ella no he sucumbido al odio extremo y he aprendido —poco pero lo he hecho— el arte de la paciencia. Y también está el sexo, otra forma de drenar lo que llevo dentro de una manera placentera.

«¡Oh, como disfruto del sexo salvaje y morboso!»

—Lucrecia —pronuncian fuerte, sacudiéndome los pies—. Levántate, ya llegamos —lo miro mal por haberme tocado, él me ignora y sale de la aeronave.

Con un ánimo sombrío, tomo las pocas cosas que traigo desde Países Bajos y me levanto del sabroso sofá, gimoteando bajito en el proceso. Agradezco al piloto, las azafatas y bajo del jet. El auto me espera a unos metros, subo al asiento trasero e interpongo el vidrio polarizado de la cabina delantera, evito a toda costa los regaños de cierta persona.

Seguimos el mismo protocolo. El auto recorre el trayecto hasta la casa, sin dejar de lado las vueltas para desviar la atención de las tres camionetas negras que van en caravana. «¡Claro! Como si no fuese ya sospechoso ver tres autos lujosos, con vidrios polarizados, ir de aquí allá lleno de guardias armados», nótese el sarcasmo.

Para mí, todo esto es una exageración, los Santorini mueven cielo, mar y tierra para reclamar lo que es suyo, creo que hace mucho tiempo Aristóteles me fuese encontrado y arrastrado al lado de su maldito hijo. Para él nada ni nadie se oculta. Son la segunda familia con más poder en la mafia. Sin embargo la Cosa Nostra no dejaría ir tan fácil a su reina.

Al llegar a casa, la guardia asegura el perímetro. Isobel, la nana, tiene las manos como jarras apoyadas a la cintura y el ceño fruncido. «¿Que tanto mal hice en la otra vida para ganarme esto, Dios?».

—Bonita hora de llegar —recrimina al instante que bajo del auto.

—Buenos días Isobel, déjame una carta con tus reclamos y luego los atiendo —zanjo pasando por su lado. Me toma del brazo obligándome a girar y encararla.

Reina Italiana [En Edición]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora