Capítulo 41

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Frío...

Eso era lo único que su cuerpo sentía desde hace... no sabía cuanto... Le era imposible llevar la cuenta del tiempo, no contaba con algún reloj, o al menos una ventana que le dijera cuanto tiempo había pasado, y las visitas de esos dos eran tan esporádicas como temidas.

Sullivan no le había dicho nada desde que la arrojó dentro de ese pequeño cuarto, solo la dejó ahí con una sonrisa siniestra en su rostro, era igual a las que solía darle... Dalton... Tan solo pensar en él la hizo estremecer.

¿Acaso su felicidad había terminado ya?, ¿qué había hecho para merecer lo que estaba sucediendo, acaso había sido en algún momento mala con su padre? Trató de recordar alguna mala acción que pudiera haber hecho, pero nada llegó realmente a su cabeza, tal vez había sido algo traviesa, y hubiera estado renuente a comer ciertas verduras, pero no creía que eso mereciera tal castigo.

Se abrazó a sí misma fuertemente, solía hacerlo cuando las ganas de llorar amenazaban con romperla, debía ser fuerte, por su padre, él la encontraría, lo haría.

Extrañaba al señor león, su olor, su suavidad, el poder dormir abrazada a él.

Pasos cerca de ella comenzaron a escucharse, y su cuerpo enteró se tensó. Se pegó lo más posible al extremo del colchón que estaba pegado a la pared. Tenía miedo de quien pudiera venir, ninguno de esos dos hombres era bueno, uno se encontraba acosado por la locura, y el otro por la venganza.

La perilla de su habitación que siempre se mantenía con seguro emitió un sonoro click, estaba abierto. Esperó impaciente a que alguien entrara, pero nadie lo hizo, y eso la extraño, ¿la estaban dejando libre...?

No, eso sería una estupidez. Debía ser una trampa, tenía que serlo... pero y si...

—Se supone que tenía que haber salido corriendo chiquilla. –Y ahí estaba la trampa, el señor Ivanov entró luciendo menos pulcro que la primera vez que lo vio, pero igual de imponente.

El aludido entró en la recámara y cerró la puerta tras él. Había reconocido que de los dos quien siempre ponía el seguro a la puerta tras entrar era Sullivan, como si ella pudiera hacer realmente algo contra cualquiera de ellos.

—Realmente podría creer que eres muda sino te hubiera oído gritar por el bastardo de Maximus Dragomir.

Ella evitó decir nada, había aprendido que era mejor no tratar de defender a su padre, eso lograba enfurecerlos a ambos, pero sobre todo a este hombre, él era el más volátil de los dos.

—Me he enterado que ha desplegado todo un operativo solo por ti dulzura –Alina tembló ante el tono usado en ese apelativo, era... turbio—. Quien diría que una huérfana podría obtener tanto poder y atención, al parecer te juntaste con las personas correctas.

El hombre dio desinteresados pasos hacía la cama, y la castaña tembló, y lo hizo aún más cuando él se sentó en la punta de ella.

Tenía miedo.

El miedo se había convertido en su confidente, pero también en su verdugo, no la dejaba ni de día ni de noche, se negaba a darle una tregua.

—Ese niño estúpido cree que puede destruirme, que puede acabar con un imperio que me tomó sudor y sangre erigir, al parecer él cree, como mi estúpida hija lo hizo, que el poder no trae consecuencias, que simplemente puedes cogerlo y mantenerte en él sin tener que mancharte, sin tener que perder una parte de ti mismo para domarlo.

La locura brilló en esos ojos caoba, casi tan negros como el ónix, y Alina sin saber realmente de que hablaba supo que no era nada bueno.

—Porque sí Alina, tienes que mancharte las manos de tinta si quieres que el trabajo salga impoluto.

Mi pequeña princesaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora