Capítulo ciento veintiocho.

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Cuando era pequeño, Harry se llenaba las rodillas de raspaduras porque se caía incontables veces de su bicicleta. El ardor en ellas nunca le impidió volver a subir e intentar otra vez, el dolor jamás pudo con él y nunca lo obligó a detenerse con aquello que más quería; aprender a usar la bicicleta. (Al menos en ese momento)

Entonces, el dolor físico nunca fue un gran reto para él. Sin embargo, el dolor sentimental era otra cosa, inesperado, como un aguijón de abeja.

Y Harry nunca, nunca, pensó lo mucho que lo destrozaría.

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