Capítulo 4

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Desperté en una cama amplia y mullida, envuelta en edredones suaves que desprendían un aroma ajeno. Abrí los ojos lentamente, intentando ordenar mis pensamientos, y me encontré en una habitación desconocida, decorada con un lujo intimidante: varios sillones tapizados, cortinas pesadas, un gran espejo que reflejaba mi figura desorientada.

Me incorporé con dificultad, sintiendo un leve mareo, y llevé una mano a mi sien. El silencio era tan denso que podía escuchar mi propia respiración. Caminé hasta la puerta más cercana, suponiendo que sería la salida. Giré el picaporte... nada. Estaba cerrada con llave.

—¡Sáquenme de aquí! —grité, golpeando con todas mis fuerzas. El sonido retumbó en las paredes, pero no hubo respuesta.

Maldición. ¿Por qué me estaba pasando esto?

Golpeé de nuevo, con desesperación, hasta que el cansancio me obligó a rendirme. Me dejé caer en uno de los sillones, cubriéndome el rostro con ambas manos para contener las ganas de llorar. La impotencia me oprimía el pecho. No entendía por qué estaba ahí ni qué había hecho para merecerlo. ¿Mi único "delito"? Haber robado un paquete de chicles una vez... y no, no era motivo suficiente para esto.

Pasaron minutos —o tal vez horas, ya no lo sabía— hasta que escuché el inconfundible sonido de la cerradura girando. Mis músculos se tensaron de inmediato.

La puerta se abrió, y lo que vi me heló la sangre.

—Oh mon Dieu... ça ne peut pas m'arriver —susurré para mis adentros, incrédula.

Mikey.

Se apoyó con calma en el marco, cerrando la puerta tras de sí, con las manos metidas en los bolsillos y una mirada que mezclaba sombra y determinación.

—Sí, soy yo —dijo, sin apartar los ojos de los míos.

Mi corazón latía con violencia. Esto tenía que ser una broma... una pésima broma.

—Dime que es mentira, por favor —le rogué, aferrándome a un hilo de esperanza.

Pero su voz fue un martillazo.

—Te lo advertí. Los sueños se hacen realidad... y tú ibas a ser mía. Aquí estás.

El golpe de rabia me subió a la cara. Lo había ayudado y ahora... ¿me pagaba así? Caminé hacia él y le propiné una bofetada tan fuerte que mi propia palma quedó ardiendo. Él ni siquiera pestañeó; solo giró lentamente el rostro, volviendo a mirarme con una frialdad que me erizó la piel.

—¿Estás loco? ¿Te afectó el disparo? ¿Qué demonios te pasa? —le grité, temblando de furia.

No respondió. Permaneció de pie, observándome como si estuviera evaluando cada una de mis reacciones. Intenté controlarme, contar hasta diez en voz baja.

Un, deux, trois, quatre...

—¿Por qué estoy aquí? —pregunté al fin, conteniendo a duras penas mi ansiedad.

—Porque quiero que seas mía. Mi mujer —dijo, como si fuera la cosa más natural del mundo.

—¡Estás enfermo! ¡Acabas de conocerme! Yo no soy de nadie, déjame ir —mi voz se quebró de indignación.

—Lo siento, muñeca, pero no —replicó, acariciándose la barbilla. Sus ojos azules, antes intensos, ahora parecían dos abismos—. Te quedarás conmigo mucho tiempo.

—Tengo familia, Mikey. Mi madre tiene problemas de corazón. Si desaparezco, podría matarla del susto —intenté hacerle entrar en razón, sintiendo el nudo en la garganta.

—Tranquila. Haré que hables con ella. Todo está bajo control —dijo como si tuviera el guion aprendido.

—Te lo ruego, déjame ir —susurré, derrotada.

—Te irás... pero conmigo, a Italia —me guiñó un ojo con descaro.

—¿Italia? —repetí, incrédula.

—Tengo asuntos allá, y tú vendrás conmigo —se recostó contra la puerta, estudiándome como si fuera su posesión.

—No pienso ir a ningún lado contigo.

—No te estoy preguntando —replicó, cortante. Y sin más, salió de la habitación, cerrando con llave otra vez.

Quedé inmóvil, mirando la puerta. Lo peor era que no estaba bromeando. Sentía que mi vida acababa de girar hacia un lugar del que tal vez no podría volver. Me pellizqué varias veces... no, no era un sueño. Era mi realidad.

Mientras permanecía sentada en la habitación, un peso insoportable me oprimía el pecho. La distancia con mi familia se sentía como un abismo, y la sola idea de que algo pudiera sucederle a mi madre, con su frágil corazón, me desgarraba por dentro.

No podía quedarme aquí, inmóvil, aguardando un milagro como si fuera una prisionera resignada. Me puse de pie y comencé a examinar con atención las posibilidades de escape. Mis pasos me llevaron hacia la terraza; los barrotes eran firmes, fríos al tacto. Me asomé, calculando alturas, distancias... opciones. Ninguna parecía sensata, pero la desesperación no entiende de prudencia.

—Maldición... —murmuré entre dientes, golpeando con rabia el hierro.

—No me digas que piensas saltar —la voz masculina a mi espalda me hizo girar de inmediato.

Allí estaba. Lo reconocí de inmediato: el hermano de Mikey. Tenía los brazos cruzados y una sonrisa en el rostro, como si aquello fuera una escena divertida.

—Tú eres el hermano de Mikey... —dije, intentando confirmar mis recuerdos del hospital.

—Exacto. Nelson, pero todos me llaman Pluto —replicó con una media sonrisa que parecía ensayada.

—Pluto, por favor... déjame salir de aquí. Tu hermano está loco, me secuestró y ahora pretende llevarme a Italia —supliqué, juntando las manos con una mezcla de ira y desesperación.

—Lo siento, Anto, no puedo hacer eso —respondió con un tono casi compasivo.

—¿No me digas que también eres cómplice? —arqueé una ceja, incrédula.

—Pues... sí. De hecho, fui yo quien te secuestró —su confesión llegó acompañada de una amplia sonrisa, como si habláramos de un simple paseo en coche.

Me llevé las manos a la cabeza, caminando en círculos, intentando procesar la magnitud de lo que acababa de oír.

—Esto es surrealista... —susurré.

—Sé que Mikey puede parecer un cabrón, pero si te trajo aquí es porque le importas de verdad —intentó justificarse, como si aquello pudiera suavizar la locura de la situación.

—¿Eso se supone que debería tranquilizarme? —mi voz estaba cargada de sarcasmo.

—No, solo te lo comento —sonrió de nuevo.

Dios, qué ganas tenía de borrarle esa sonrisa de un golpe.

—En fin, vine a avisarte para que bajes a cenar —dijo, señalando la puerta abierta.

—No pienso sentarme a cenar con mi secuestrador —me crucé de brazos, clavando la mirada en el suelo.

—Anto... —intentó interrumpir.

—Dile a tu querido hermanito que se coma la cena él mismo... y que se la atragante, por imbécil —escupí la frase con todo el veneno que me quedaba.

—Wow... está bien —rió suavemente antes de marcharse, cerrando la puerta... o al menos eso creí.

Pero no la cerró con llave.

Y ese pequeño descuido encendió en mí un fuego distinto: no el de la rabia, sino el de una fugitiva que acaba de encontrar su oportunidad.

Adicto amor [#1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora