Mikey
Subía por el pasillo con pasos firmes hacia la habitación de Antonella. Si para llevarla al comedor debía arrastrarla a la fuerza, lo haría sin dudarlo.
Al llegar, noté que la puerta estaba entreabierta.
Vaya... apenas le dan un respiro y ya está tramando su huida.
Saqué el teléfono de mi bolsillo y escribí un mensaje rápido a Pluto: Antonella se ha fugado. Activa las cámaras.
Su respuesta llegó de inmediato: Entendido.
Segundos después, recibí la imagen de ella corriendo hacia la salida trasera de la mansión. El jardín era amplio, y con esas piernas cortas no llegaría muy lejos. Ordené por radio que los guardias bloquearan todas las salidas hasta que yo llegara.
Avancé con calma, disfrutando el momento. Desde la distancia la vi forcejeando con dos hombres, soltando una lluvia de insultos en español y francés. Sus manos se agitaban como si pudiera arañar el aire mismo, y su cabello caía en desorden sobre sus mejillas encendidas.
—Antonella, ¿qué demonios crees que estás haciendo? —pregunté con los brazos cruzados, fingiendo una curiosidad tranquila.
Ella se giró de golpe, sus ojos brillando de pura rabia.
—¡Pues escaparme! ¿Qué crees, que quiero estar aquí? —su grito resonó en todo el patio, cargado de un odio que parecía afilarse con cada palabra.
—Lo siento, querida, pero no va a ser posible. No te desharás de mí tan fácilmente —avancé y, sin darle tiempo a reaccionar, la cargué sobre mi hombro como si fuera un saco de trigo.
Pataleaba, golpeaba mi espalda y seguía protestando con un francés impecable.
—¡Bájame, Mikey! —forcejeó, clavando los puños contra mi espalda.
—Vas regretter d'être né, pédé! —escupió, acompañando las palabras con un par de golpes más contundentes.
Ignoré su rabia y la llevé de regreso hasta su habitación. Cuando la dejé caer sobre la cama, la escena que se formó ante mis ojos fue... peligrosa.
Su camiseta roja de tirantes se había subido, dejando uno de ellos caer por su hombro. Sus pantalones negros, algo sueltos, se habían deslizado apenas por sus movimientos bruscos, revelando la curva suave de su cintura.
El deseo me golpeó como una marea cálida, subiendo desde el estómago hasta la garganta.
—Mikey, por favor... déjame ir —su voz se quebró, pero no era grito ni insulto, sino súplica. Sus ojos se abrieron un poco más, brillando con algo que era miedo... y, quizá, un destello de esperanza—. Piensa en mi mamá, no diré nada de que me tienes aquí, lo juro.
Me incliné hacia ella, con un lento avance que me permitió observar cada pequeño cambio en su rostro.
—Lo siento, Antonella... pero no.
La sujeté con firmeza, atrapándola entre mis piernas para impedir que se moviera. Sus ojos almendrados, desde el primer día, me habían atrapado sin remedio. Ahora me miraban con una mezcla de sorpresa y aprensión, su respiración acelerándose en un ritmo irregular.
—¿Qué... qué estás haciendo, Mikey? —preguntó con voz tensa, intentando soltar mis manos—. Suéltame, por favor.
Podía leer su miedo como si estuviera escrito en su piel, pero ese mismo miedo tenía un poder extraño sobre mí, un magnetismo que no quería reconocer.
Me incliné hasta que mis labios rozaron la curva de su oreja.
—Tranquila... no voy a hacerte nada —murmuré, dejando que mi voz bajara de tono, grave y cercana—. Aunque me esté muriendo de ganas.
Vi cómo sus mejillas se teñían de un rubor suave. Sus pupilas se dilataron apenas, y sus labios se entreabrieron con una respiración temblorosa que chocó contra la mía. Su cuerpo estaba tenso, inquieto, como si cada músculo estuviera preparado para huir... y sin embargo, no lo hacía.
—Mikey... por favor... —susurró, y en su voz había tanto nerviosismo que parecía que, de seguir así, se rompería.
Maldición... ¿qué tan difícil podía ser controlarse con una mujer así frente a ti?
Solté su cuerpo con un suspiro, como quien cede en una guerra que no puede ganar, y me levanté de la cama, apartando la mirada para no seguir alimentando esa tentación.
—Tu cena llegará pronto, así que date una ducha y come algo. Mañana viajamos temprano. —mi voz sonó firme, aunque no pretendía discutir más con ella.
—Mikey... por favor... —se arrodilló sobre la cama, mirándome con esos ojos tristes que, por más que quisiera, siempre terminaban removiéndome algo dentro.
—Si en Italia decides no seguir conmigo, yo mismo te llevaré a casa —dije con calma. Mis palabras dejaron un silencio espeso entre nosotros. Ella no parecía conforme, pero entendía que, por ahora, no podía hacer nada más.
—Está bien... —susurró al fin, desanimada, bajando la cabeza como quien acepta una derrota a regañadientes.
—Buenas noches. Mañana podrás hablar con tu mamá —me limité a decir antes de salir de la habitación y encaminarme hacia la mía. El día siguiente sería largo, y necesitaba dormir.
El amanecer llegó con un aire fresco que se colaba por los ventanales. Salí de mi habitación completamente vestido: esmoquin negro, camisa perfectamente abotonada y el nudo de la corbata impecable. Caminé hacia el cuarto de Antonella para asegurarme de que estuviera despierta.
La puerta estaba apenas entornada. Empujé con suavidad y entré. Allí estaba, profundamente dormida, enredada en las sábanas, con una camiseta negra de tirantes y unos shorts grises diminutos que dejaban al descubierto la piel tersa de sus muslos.
Me senté en el borde de la cama, observándola sin prisa. Su respiración tranquila, el leve movimiento de su pecho al compás de sus sueños... y ese aroma dulce, a vainilla, que parecía adherirse a mi piel solo por acercarme. No pude evitar extender la mano, recorriendo con los dedos la suavidad de sus muslos hasta su cintura.
Mi pulgar acarició el borde de la tela, y la tentación de ir más allá se volvió casi insoportable. Deslicé apenas un dedo bajo la ropa, sintiendo el calor de su piel.
—Mmm... —murmuró entre sueños, moviéndose ligeramente. Sus párpados se entreabrieron hasta encontrarse con mi mirada. El desconcierto fue inmediato; sus ojos bajaron a mi mano, que aún reposaba sobre su abdomen.
—¿Qué estás haciendo? —se incorporó de golpe, con un sobresalto, cubriéndose con las sábanas y retrocediendo lo que el colchón le permitía.
—Nada... vine a ver cómo estabas y... bueno, te encontré así —respondí con una media sonrisa. Había algo en su inocencia que me resultaba tan peligroso como adictivo.
—No vuelvas a ponerme una mano encima o te la corto —su tono fue amenazante, pero a mí solo me pareció... encantador.
—Claro... —musité, inclinándome apenas para rozar su barbilla con mis dedos. La caricia fue breve; ella se apartó bruscamente.
—Nos vamos en hora y media. Ve preparándote —me puse de pie, sin darle opción a seguir la discusión.
—Te dije ayer que no me iré. Tengo familia, Mikey, y no voy a dejarla por tus caprichos de mujeriego asqueroso.
—Pensé que habíamos hecho un trato —la miré con seriedad, cruzando los brazos.
—Solo dije "ok", no que me iría —replicó, imitando mi postura.
—Mira, Antonella, me importa poco lo que quieras. Te vistes tú... o te visto yo —mi mirada fue un desafío directo.
—No te atreverías —respondió, levantando la barbilla con orgullo.
—No me desafíes princesa—advertí con un tono que no dejaba lugar a dudas. Ella calló y se quedó quieta.
—Nos vemos abajo. No me hagas esperar —concluí, saliendo de la habitación.
Al cerrar la puerta, alcancé a escuchar su suspiro largo, seguido de un murmullo cargado de frustración.
—¿Por qué a mí? —sus palabras se perdieron en la quietud de la mañana.
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Adicto amor [#1]
RomansaAntonella Presly una chica responsable y amable, con un sueño que seguir y conseguir se encuentra con Mikey Grace, un gran empresario el cual tiene una vida ajetreada con el tema de contrabando de armas y dinero. Un amor lleno de pasión y poder...
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