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   Nos ha cobijado el vacío, llenando el  contacto de tus labios con los míos; las armas han sido detonadas, las balas disparadas certeras a mi cabeza. Cada palabra me ha rasgado hasta los huesos, pero tus silencios me han quemado hasta los cimientos.

   Seremos polvo, moriremos tú y yo, y me has regalado un millar de lágrimas de oro en los intentos fracasados de darte el mundo en mis manos. Me has fragmentado, y aun así espero permanencia en estas costas bravas.

   Y tal vez sea error tornar tu cariño en ambrosía y recibir el éxtasis como vino divino. Me siento mortal, como si pudiese sangrar.

   Te he puesto primero, diez pasos antes que a mi nombre y es desgracia, porque lo sabes: aceptaría gustosamente que destruyas mi mundo por el bienestar del tuyo, amante.

   Llenaré con mis lágrimas los silencios del espacio interpuesto y huiré del hueco en tu pecho, pero amante, amante, dime que podrás amarme y aquí estaré, dispuesto para el quiebre por tus manos; ser amado es todo cuanto he querido.

...

   Disparé mis armas por el deseo de equilibrio en la crueldad  de su ambiente, en su crudeza. Y los pasos dados fueron sacrilegio, los suyos, los míos; era hereje por amarle y nos tornamos en un campo de fuego cruzado. Me hizo culpable, pero sus manos tenían el rojo.

   Estaba inmerso en la ignorancia y el delito de aceptar la muerte solo por sentir migajas de amor; estúpido y real.

Cuatro letras mortíferasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora