CAPITULO 44

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León

Unas cuantas horas, tan lentas que se volvieron infernales.

Dannazione! [Maldita sea]

Ese estúpido minutero permanecía inmóvil.

Anduve, de aquí para allá.

Angustiado, dando vueltas por la habitación sin poder sacarme la imagen insoportable de su cuerpo hecho trizas.

En mi cielo ya no habría luz que buscar.

Me estaba consumiendo por dentro como una vela, preguntándome qué haría ahora sin ella.

Sentí el temblor del miedo a perderla.

Inmerso en mi mayor tormento se me vino la vida abajo.

Habían encontrado la forma más dolorosa de acabar conmigo.

Al borde de mi precipicio y a punto de explotar, vi a Danielle moverse.

Giró su cabeza hacia el sillón, donde yo estaba sentado en ese preciso momento.

Apretó los párpados tan fuerte que arrugó su frente.

Verla, me alivió.

Por fin parecía despertarse.

— Dani... —la llamé, incorporándome.

No abría los ojos.

Le oí mascullar bajito algo que no entendí y acaricié su rostro con delicadeza.

— ¿Qué? —quise saber.

Esperé a que lo repitiera.

— Mmm... —juntando sus labios.

Los despegó despacio y se mordió el labio inferior, parecía estar esforzándose.

— Mmm... —volvió a repetir, con una linda sonrisa intermitente.

Arrimé el sillón a la cama y me senté a su lado.

— Vaya... viaje... —atiné a entender.

Balbuceaba bastante aturdida.

Sonreí, y me curvé hacia ella.

— ¿Has ido de viaje? —acariciándole la frente, con un solo dedo.

— Sí... —sonriendo como si estuviera fumada. — Hacía las estrellas —en voz baja y ralentizada.

No entendí qué sentido tenía pero me dio igual.

Estaba bien.

— Entonces has llegado bien lejos —dándole un beso en la cabeza.

— Hugo... quiero ir a la playa —me pidió entristecida.

Me sorprendió el drástico cambio de humor.

— ¿Ahora?

— Aquí no la veo —estrechando aún más sus ojos cerrados.

Vi unas lágrimas deslizarse por sus mejillas.

— Porque tienes los ojos cerrados, por eso.

Pasé mi pulgar por su pómulo, borrando el rastro de esas gotas.

Dani se esforzaba a horrores por despegar sus párpados.

— ¿Qué les pasa? —se quejó. — Ábremelos —me ordenó.

Me pareció gracioso por como lo dijo, pero no lo era.

— Vaya cogorza llevas —pensé en voz baja.

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