Washington D.C., ESTADOS UNIDOS - Diciembre 2041 (Traducción del inglés)

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El presidente Wellington ya estaba cansado de hablar por videollamada con el primer ministro inglés. Era un hombre de la vieja escuela. No le gustaba la virtualidad, y tampoco hablar con el primer ministro inglés. Mucho menos cuando era muy temprano en la mañana; el rostro del señor Clinton se veía más arrugado y su carácter más desmejorado. Sin embargo, Wellington bien sabía que el inglés era su mejor aliado.

—A los mexicanos los tuvieron que haber invadido por completo. No alcanzó con quitarles la mitad del territorio. ¡Debieron haberles quitado todo! Y exterminarlos uno por uno.

Wellington se sintió aturdido. Su interlocutor no tenía pelos en la lengua.

—Señor Clinton —dijo—, yo creo que lo que decide un mandatario no representa totalmente lo que desea su pueblo. ¡No podemos culpar a los mexicanos por los negocios fraudulentos en los que se ha metido su presidente!

—Bueno, pero fueron los mexicanos los que lo votaron, ¿no? Si es que de verdad funciona la democracia en ese país, cosa que dudo... En fin, Wellington, ¿qué piensa usted que debemos hacer a continuación? Yo estaba pensando, para empezar, en realizar una serie de videollamadas. Yo con los mandatarios de los Estados europeos, y usted con los mandatarios americanos. Con excepción del mexicano, claro está. Y me refiero al vivo, el presidente ya está bien muerto...

Wellington frunció el ceño. Sacudió la cabeza.

—¿Dice usted de realizar las videollamadas para informar a nuestros pares esta noticia, esta complicidad? —interrogó.

—Sí, por supuesto —contestó el primer ministro—. Ellos, por supuesto, estarán de nuestro lado. Bueno, al menos los europeos estarán de mi lado. Los americanos son... bueno, un tanto salvajes. Pero usted sabe encarrilarlos —el presidente estadounidense puso los ojos en blanco disimuladamente—. Y luego... Cuando tengamos el apoyo de todos estos países... He pensado en unificar todas las fuerzas armadas e invadir estos malditos Estados... Destruirlos completamente.

—Gran idea, Clinton —dijo Wellington con ironía—. Como si no pudieran ellos defenderse. Eso acabaría directamente en una tercera guerra mundial en la que las armas nucleares terminarían con nuestra vida.

—Sí, lo he pensado... Y entonces me puse a pensar en si mi vida es tan interesante o no. En si vale la pena... Y sí, soy feliz, Wellington, pero no me importaría morirme en este momento.

Wellington tragó saliva y miró a su interlocutor con atención.

—Señor Clinton, ¿no cree usted que es muy temprano? Quizá lo mejor sería que vaya a desayunar o algo. Yo tengo que pensar bien qué hacer a continuación. Ya podremos hablar más tarde.

—Ya he desayunado, Wellington, pero estoy de acuerdo. ¡Hablamos más tarde! Siempre es un gusto hablar con usted.

El presidente norteamericano hubiera querido decir lo mismo. 

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